No parece comprensible que una elección directa entre dos candidatos viables se realice a través de mecanismos de voto diferido a grandes electores, diputados o lo que sea. Pero ninguna voz de peso ha deslegitimado la presidencia de Trump por haber logrado tres millones de votos menos que Hillary Clinton. Ni siquiera Hillary Clinton. Nadie ha cuestionado las reglas del juego. La oposición a Trump no se realiza por la vía de su deslegitimación, sino por la crítica y condena de sus políticas: una condena que ha llenado las calles de protestas y manifestaciones, y que ha provocado ya el primer frenazo judicial a la que es quizá una de sus órdenes ejecutivas más dañinas: la que impide la entrada en Estados Unidos a los emigrantes musulmanes. Un Tribunal federal ha suspendido la orden por considerarla inconstitucional y contraria a la libertad religiosa, creando el primer conflicto institucional de la era Trump. Los siguientes serán protagonizados por un Congreso y un Senado de mayoría republicana, pero que probablemente cuestionará algunas de las medidas más polémicas del multimillonario. Trump inaugura una legislatura que polarizará el país entre partidarios y detractores, y conducirá a un creciente estado de tensión, con movilizaciones y algaradas.

La capacidad de aguante de Trump ante la presión social podría ser ilimitada. Pero la del sistema no lo es: tradicionalmente, en las elecciones de medio mandato, los estadounidenses recortan el poder de sus presidentes, reforzando el de las cámaras legislativas. Es muy probable que lo hagan también con Trump, pero para eso faltan aún dos años. Dos años en los que el multimillonario tendrá que lidiar con los tribunales y la prensa, en un forcejeo continuo. Dos años en los que Trump espera cambiar todo dentro y fuera del país. Dentro plantea recortes de libertad, refuerzo del autoritarismo, autarquía y proteccionismo, bloqueo de la emigración, rechazo federal al uso del español y otros idiomas distintos al inglés, voladura de los programas asistenciales y sanitarios, rechazo de la discriminación positiva para las minorías, liquidación de la legislación progresista en materia de costumbres, freno al aborto y al matrimonio homosexual, control político del FBI, refuerzo de las atribuciones policiales, liberalización de la compra y posesión de armas, incluso en los colegios... Y fuera: cierre de fronteras, humillación a México, conflicto con los países islámicos, con Europa, con Latinoamérica, apoyo y reconocimiento a los grupos ultranacionalistas y xenófobos del primer mundo, guerra comercial con China, sometimiento a los intereses geopolíticos de Rusia, negacionismo del cambio climático y retorno a la vieja política del carbón y el petróleo, aislacionismo y rearme militar, minusvaloración de la ONU, soluciones bélicas a problemas complejos, rechazo de la multilateralidad y abandono de los compromisos con la OTAN... Trump quiere un mundo nuevo, distinto y muy peligroso.

Estados Unidos suele ser un buen ejemplo de lo que puede dar de sí un sistema democrático condicionado por muchos vicios y defectos, pero también sometido a controles extraordinarios y muy eficaces. Esos controles han funcionado en muchas otras ocasiones. Por el bien de quienes no vivimos en Estados Unidos, pero sufrimos las políticas y las decisiones de sus líderes, esperemos que ahora también funcionen...