Recuerdo que aquella mañana de septiembre me llamó María José para que me enterara por ella; Rafa quería que fuera así. Yo estaba en Las Palmas -siempre de un lado para otro- y no lo sabía. En apenas media hora de conversación telefónica, en un recorrido espontáneo pero obligado, repasamos juntos los años de amistad con el penúltimo de los grandes. En el recuerdo, por supuesto, la última comida con Pedro Doblado y Verónica en las paellas de Paco Millet (salimos como siempre medio cargados); las citas en la cofradía de pescadores de Bajamar para hablar de sus libros y proyectos; su magisterio bondadoso en el bautizo de nuestro último catálogo, con Fernando Delgado; o la presentación de sus "Ciegos de la Media Luna" en compañía de Isaac, su álter ego encerrado en la dignidad del silencio, roto para la ocasión con la voz grave y perdida en la sordera.

Podría estar hablando durante días de Rafa Arozarena y de sus cosas, de su universo fetasiano inabarcable y, sin embargo, perfectamente limitado y compartido en la amistad; de la enormidad de su grandeza como poeta; de su talento como "cuentista"; de su pintura torpe y poderosa. Podría escribir sin gran esfuerzo la crónica formal de su vida y sus afectos, sus deseos y desvelos; del balance incompleto de una obra; de sus dos novelas por terminar o de aquellos versos escritos en una servilleta mientras nos esperaba en la gasolinera de su pueblo para negociar un contrato. Podría contarles de su arraigo telúrico con Lanzarote, de aquel último viaje apenas un mes antes de irse, con la muerte en el morral, para despedirse de su isla. De cómo preparó con cautela de viejo ejemplar su tránsito y dejó todo dispuesto para ahorrar dolor. Y podría -incluso- romper por una vez el pudor de la intimidad y hablarles de las lágrimas y el desconsuelo de quienes tanto lo quisieron.

Pero si de mí depende, prefiero olvidar que se fue, y que hoy toca celebrar que Canarias lo celebre, que los niños lo canten y los jóvenes lo lean, y hablarles de la risa inesperada y sin límites de Rafa, de sus ojos inundados por los mares de las islas y del mundo, de su vivir atrevido contra todo pronóstico, de cómo integró la enfermedad en su propia ruta y aprovechó todos esos siglos cautivo de la máquina, ese ir y venir de fluidos dentro y fuera de su cuerpo, para soñar una vida sin rendiciones, ni entregas, ni concesión alguna a la cobardía frente a la muerte o ante la vida. Prefiero contarles una parte pequeña de esos 86 años que empezaron en el tiempo de la miseria y el olvido, y que este hombre -bueno en el mejor sentido de la palabra bueno- convirtió en un paseo de sueños y jubiloso compadreo. Prefiero, en fin, recordar que fue Rafael Arozarena un vital e incansable maestro de la amistad, el mago de la facundia, el desparpajo y la verborrea. Un genio en el arte de obsequiar a los demás su inagotable verbo y su alegría. O contarles -si así les parece- una discusión fetasiana y pluscuamperfecta acerca del alma de las moscas, los culos de las mujeres y el espíritu ruin y perverso del vino conejero.

Porque ese era el Rafa que yo conozco: poeta, bribón, feliz y enamorado del tiempo y de la vida que vivió. Al margen de convenciones y brindis, de homenajes y epitafios. Entregado a vivir, a soñar, a pintar, a comer, a reír, a mirar.

Y, a veces, a escribir.