Se ha enfadado el obispo de Canarias, Francisco Cases, por lo que ha calificado como "frivolidad blasfema" de la Gala Drag de Las Palmas. Ya saben lo que ha pasado: el público asistente a la gala decidió declarar ganador a Borja Casillas, un joven profesor (surrealismo: está precisamente estudiando para sacarse la acreditación de profe de religión) al que no se le ocurrió otra que montar un espectáculo en el que hace de Virgen que se despelota y transforma en Cristo crucificado. Desde un punto de vista artístico, el montaje parece que fue la bomba, partiendo del hecho de que la estética drag no es lo que podríamos definir como de un gusto exquisito. La gente que fue a la gala aplaudió -y mucho- el número de Casillas. Pero hay mucha otra gente ofendida. En la lista, supongo que están gran parte de quienes se declaran católicos, pero también personas que -sin ser especialmente creyentes- consideran que el respeto a las creencias de los demás pasa por evitar representar públicamente espectáculos ofensivos.

Es antiguo -y sin solución aparente- el debate sobre los límites de la libertad ajena. La receta tradicional para fijar donde se sitúan esos límites es la prudencia y el respeto a las opiniones de los otros, pero eso nos coloca en un atolladero. Comprendo el rechazo e incluso el dolor de quienes se sienten agraviados e insultados en lo más profundo por un show que -desde la perspectiva católica- es sin duda blasfemo. Ni siquiera se me antoja incomprensible que al obispo Cases le parezca más triste el espectáculo de la gala drag que el accidente del avión de Spanair con destino a Gran Canaria que acabó con la vida de 154 personas en 2008. A mí no me parece en absoluto más triste, pero esa percepción del obispo no implica inhumanidad por su parte, sino la fortaleza de su convicción sobre el valor de lo sagrado. Demuestra no que sea un tipo sin entrañas -estoy seguro de que no lo es- sino el tremendo dolor que puede suponer para quienes tienen fe el que se frivolice sobre lo divino.

Pero no todo el mundo siente lo que el obispo Cases. Ni siquiera las mayorías. Es probable que el avance imparable de la modernidad, el descreimiento y el laicismo hayan convertido al catolicismo español en una religión sin fieles, más allá del seguimiento social de sus liturgias de bautizos, primeras comuniones, bodas y funerales, o de sus fiestas y procesiones. Sería sin duda más deseable un mundo en el que se respetaran todas las creencias. Un mundo en el que evitemos ofender a los demás, ridiculizar su fe o sus ideas o incluso reprimirlas y castigarlas. Pero ese no es nuestro mundo. En el nuestro conviven y se enfrentan distintas visiones de la libertad. Ya no cabe que la Iglesia católica -dominante, formadora de conciencias y represora de toda disidencia durante siglos-, ni ninguna otra iglesia o creencia, tengan influencia en nuestra legislación o decidan que puede hacerse y que no en un espectáculo al que no se obliga a acudir a nadie, y que nadie tiene la obligación de ver en internet. Que lo retiren de la página web de RTVE es un error. Sólo multiplicará por decenas sus visitas.

Creo que la gala drag busca llevar la trasgresión al máximo posible y asumible hoy. Y creo que lo ha logrado, con ayuda de todos nosotros, palmeros y corifeos del escándalo. Me gustaría vivir en una sociedad que no tuviera que recurrir a la provocación para lograr esa mezcla de aplauso y rechazo que es hoy la receta del éxito. Pero prefiero los excesos de la libertad y su correlato de mal gusto, al abuso de la autoridad y la imposición de códigos de conducta. Por eso creo necesario el equilibrio entre el respeto y la tolerancia. Y si eso falla, como ahora, entonces defiendo el derecho a transgredir y también su derecho espejo, que es el de sentirse ofendidos.