Entre todo el ruido de estos días, las broncas por la sanidad, las broncas por el espacio nacionalista, las broncas por el Estatuto y las broncas por el Presupuesto, apenas dos compromisos de cierto calado emergen del debate sobre el Estado de la Cosa que ha mantenido ocupadas a Sus Señorías estos tres días. Son además compromisos de parte, porque nadie más allá de quien lo propone parece interesado en que se cumplan. No voy a hablar de la propuesta de reducir las listas de espera entre un cinco y un diez por ciento antes de que acabe el año. Pero apunto que ese compromiso se perderá inútilmente en una nueva guerra de cifras. La política es cada vez más conflicto y bronca, se aleja estratosféricamente de la solución de los problemas y se convierte en el arte de sacar partido responsabilizando al que no los resuelve. Un formato arrasador y destructivo basado en el conflicto interminable y recurrente que no nos conduce a parte alguna.

El otro asunto de interés que debería escapar al ruido es el del bilingüismo: conseguir que los niños canarios sean capaces de pensar en otro idioma antes de cumplir los dieciséis años. Una iniciativa que Clavijo ha presentado como nueva, cuando resulta que es más vieja que el olvido: la planteó su predecesor, Paulino Rivero, en el debate del Estado de la Nacionalidad de 2010, en el que anunció que Canarias sería bilingüe en 2020, además de comprometerse a otras muchas cosas: a crear 80.000 puestos de trabajo, a establecer el sistema de "contrato alemán" y otras ocurrencias. Clavijo atrasa el objetivo una década entera -es de suponer que la perdida por Rivero- y fija el 2030 como fecha para que aquí todos seamos capaces de hablar otro idioma, como hoy son capaces de hacerlo la mayoría de los europeos, quizá con la excepción de los ingleses.

La propuesta de Rivero no cayó totalmente en saco roto: la Consejería de Educación puso en marcha un programa que tropezó desde el principio con la desmotivación de los profesores. Muchos de ellos están acreditados para impartir idiomas, pero no se sienten preparados para hacerlo. En los colegios se estableció el programa, pero con muy escaso éxito. Nuestros hijos estudian inglés con profesores que no han vivido siquiera unos meses en un país de habla inglesa. En muchos centros, el programa no sale de su propia rutina. Sirve para bien poco: sólo se consiguen buenos resultados por inmersión en un ambiente donde se hable otra lengua. A veces los grandes proyectos naufragan en su intención de abarcar a todos.

Mejor suerte -aunque muy limitada- ha corrido la iniciativa desarrollada por el Cabildo de Tenerife, el programa Tenerife 2030, con un sistema de becas formativas: el año pasado doscientos niños fueron enviados a Canadá, Irlanda, Francia y Alemania, para estudiar una segunda lengua. Estuvieron durante cuatro meses del período escolar recibiendo educación y aprendiendo el idioma de otro país. Pero el programa, a pesar de su buena voluntad, se agota en su insignificancia: doscientos niños reciben una oportunidad que no recibirán los demás, porque los recursos son parcos. ¿Puede el Gobierno regional afrontar algo parecido pero de forma general? No. No hay dinero. Pero pueden ensayarse formatos masivos de intercambio de alumnos, implicando a las familias que acepten corresponsabilizarse en un proyecto por la formación de sus hijos. Educación puede asumir desplazamientos y una pequeña bolsa de viaje, y las familias cooperarían hospedando a niños de fuera que quieran aprender español, hijos de familias de allí dispuestos a hospedar a los de aquí. En unos años podríamos estar hablando de miles o decenas de miles de intercambios...