Los franceses le han dado la presidencia de la república a Emmanuel Macron, un político muy joven -será el presidente más joven de Francia desde la Segunda Guerra Mundial- y sin un partido con experiencia parlamentaria detrás. Aupado a la presidencia por el voto del 64 por ciento de los franceses, su victoria es contundente y superior en varios puntos a lo que se esperaba y auguraban los sondeos. Es una extraordinaria noticia para Francia y para Europa, pero no puede hacer olvidar que lo que ha ocurrido en Francia con Marine Le Pen supone una advertencia muy clara de adónde conduce la desconexión de las elites y el alejamiento de la política tradicional de las preocupaciones ciudadanas. Le Pen es el producto de muchas cosas diferentes, entre ellas el poder de la demagogia en tiempos de crisis y la tentación populista en las masas. Pero es también responsabilidad de una clase política tradicional -la francesa, aunque la enfermedad está ya en todas partes- corrompida, sin proyecto, instalada en el nihilismo y que en la lucha por sus propios enjuagues ha preferido permitir el auge de Le Pen que ponerle frente.

Al final, las equidistancias de Sarkozy y Melenchon han fracasado, pero la abstención fue más alta de la esperada y un doce por ciento de los franceses que acudieron a votar prefirió votar nulo o en blanco, favoreciendo con ello el resultado de Le Pen. Eso demuestra que el rechazo que suscita la política tradicional es tan grande que incluso quienes no votarían nunca a Le Pen -la izquierda radical, obrerista o de clase- han preferido arriesgarse a que pudiera gobernar la ultraderecha antieuropea antes que apoyar a un candidato como Macron, al que -a pesar de ser un ''outsider'' y no pertenecer a los partidos del sistema político francés-, consideran parte de ese sistema, y un defensor del mundo de las finanzas y la globalización.

Los retos a los que ahora se enfrenta Macron tienen difícil solución: tiene que sacar a Francia del estado de "shock" en que la ha sumido esta campaña y sus antecedentes, restaurar la confianza en las instituciones y lograr que el proyecto reformista que ha levantado sin un partido y con apenas cuatro entusiastas cogidos al lazo, demuestre ser capaz de sanear la economía, restablecer las cifras de empleo previas a la crisis y salvar el estado de bienestar. Y no solo eso. También tiene que demostrar que Francia puede situarse en pie de igualdad con Alemania en el liderazgo de la construcción europea, y resolver algunas de las encrucijadas a las que se enfrenta un mundo donde la economía no se basa ya en el trabajo, el capital y la producción, sino en talento, la fiscalidad y el consumo, y en donde la política interna de las naciones está cada vez más sometida a conspiraciones internacionales, filtraciones interesadas y campañas de destrucción de la imagen de sus gobernantes.

Francia es el origen de la democracia tal y como se conoce y practica hoy en los países más desarrollados, más ricos y con mayor justicia social de todo planeta. Habría sido terrible que Francia cayera en manos de un grupo de extremistas, demagogos y falsarios, como los enemigos de una Europa fuerte deseaban. Pero esta no es en realidad la última vuelta de las Presidenciales francesas. Es sólo un paréntesis de seis años -con suerte- hasta las próximas. En ese tiempo, Macron tiene que organizar su movimiento, crear un partido que respalde sus políticas, decidir a quién entrega el gobierno hasta las Legislativas y conseguir que Francia arranque y se ponga en marcha, sin defraudar la confianza que han depositado en un político sin partido casi dos de cada tres votantes. Son muchas las incógnitas que Macron tiene por delante...