Hace muchos años que la política se ha atrincherado en un recurrente cinismo que ni siquiera el cinismo de oficio de los periodistas logra reventar para extraer algo útil y provechoso a los lectores. Entrevistar a un político en ejercicio (un profesional de la representación y el despiste) se convierte entonces en una suerte de calvario, un vía crucis cuyos pasos son una o dos docenas de preguntas cuyas respuestas son casi siempre la reiteración de un discurso preparado -algunas veces con ayuda de colegas y asesores- y en el que no se aporta nada de valor o interés fuera de lo estrictamente conveniente, siempre dentro de lo políticamente correcto (para el patio electoral de ese político), con la malevolencia justa para que sea respondida por los contrarios el día después sin salirse un ápice de sus propios argumentarios. No suele ser muy frecuente que una noticia originada en el entorno de la política, una declaración de un prócer, un comunicado partidario, consiga acercarnos con precisión al problema sobre el que pretende llamar la atención, al personaje que refleja, al asunto del que se ocupa.

Por eso, sólo los muy adictos o entregados coleccionan hoy las declaraciones de los suyos: sinceramente, no creo que nadie preste atención a las calculadas naderías que pueda decir Rajoy sobre la financiación del PP, o a la cháchara insulsa de un dirigente del PSOE sobre las tensiones primarias en su partido, o que alguien haga caso a las ruidosas inanidades de unos y otros sobre el Valle de los Caídos o la moción de censura podemita. Sólo a ellos les sirve, sólo a ellos entretiene y conviene el triste espectáculo de sus miserias y sus apuestas, completamente alejadas de las preocupaciones reales del personal, que son el paro, la inestabilidad laboral, el abuso de lo que es de todos y la metástasis de la pobreza.

Y en Canarias nos ocurre lo mismo de lo mismo con los que sufrimos aquí: han convertido la política en un torneo, y a las incursiones de los políticos en los medios -sean sobre la corrupción, el presupuesto, el perdón, la sanidad pública o el porvenir del diputado 176- parecen más destinadas a recordarnos la maldad intrínseca del adversario, reiterada de forma incansable, y resultan absolutamente prescindibles, cuando no incomprensibles para la mayoría.

El sociólogo Amando de Miguel escribió hace años sobre ese lenguaje inextricable que usan los políticos en las entrevistas, declaraciones y discursos, y lo bautizó como "cantinflesco", en honor a Mario Moreno, el cómico mexicano capaz de hablar atropelladamente sin descanso sin que -a pesar de ello- llegue nunca a decir absolutamente nada que tenga algún sentido.

Los periódicos están cargados de declaraciones y titulares en ese latín de políticos, ese lenguaje "politiqués" que no significa nada de nada. Y los periodistas estamos hartos del esfuerzo inútil de intentar desarmar a próceres, diputados y alcaldes, ofreciendo a los lectores algo que sea algo más que citas de un argumentario precocinado. Cuanto más importante es el rol oficial de un político, cuanto más interés despierta por tanto esa persona, más difícil es tropezarse con algo que resulte de valor o interés en la literalidad de sus palabras. Vivimos en tiempos de absoluta banalidad, de discursos infames y alejados de la gente, de promesas grandilocuentes que niegan su imposible cumplimiento ya en su mismo enunciado. Y lo peor es que ese lenguaje de la banalidad y la memez impostada lo ha contagiado ya todo. Hablan así no sólo los políticos, hablamos los periodistas, hablan también los empresarios, actores, médicos, funcionarios, mediopensionistas y profesores. Vivimos cada vez más rodeados de solemnes palabras solemnemente enunciadas que no quieren decir nada de nada. Que nada significan y -sobre todo- nada en absoluto cambian.