Tras la victoria de Pedro Sánchez en las primarias, y con las primeras dimisiones (la del portavoz parlamentario, Antonio Hernando, y la del gerente federal del PSOE) a las que sin duda seguirán otras muchas en los próximos días, en el PSOE comienzan a recolocarse algunas cosas. La primera, como ocurre siempre, a Sánchez le están saliendo amigos y admiradores de siempre de debajo de las piedras. Su victoria es inapelable, y el PSOE es un partido con cultura democrática: el que gana, gana, y los demás se ponen a la cola, con más o menos entusiasmo. El que pierde puede volver a intentarlo, ya lo hemos visto.

Pero además de un partido con mimbres democráticos, el PSOE es un partido federal, muy descentralizado. Aquí cada uno de los que mandan, lo hacen en su propio territorio. Está por ver si Sánchez, que tiene que ganar el próximo Congreso, además de haber ganado las primarias, conseguirá incorporar a los que hasta ayer eran sus adversarios, esa tropa de dirigentes y cargos públicos rebautizada como "mafia" por alguno de sus seguidores, y que hoy controla la mayor parte de los territorios. Si no se decide a contar con quienes se opusieron a él -y nada parece apuntar en las primeras declaraciones de Pedro Sánchez que esa sea su intención-, tendrá que dedicar mucho tiempo y esfuerzos a la reconquista de las organizaciones territoriales por parte del aparato federal. Sin duda, ganarán en algunos sitios. Pero en otros no: se admiten apuestas sobre lo que ocurrirá en la gran reserva de votos del PSOE, que es Andalucía.

Mientras esa pelea se produce, Sánchez estará fuera del Congreso -dimitió como diputado para no tener que abstenerse en la investidura de Rajoy- y su liderazgo podrá volcarse de forma casi absoluta en el PSOE. Si la legislatura se sostiene y es larga, Sánchez no podrá estar en los grandes asuntos del país y correrá el riesgo de ser visto más como un el líder interno de un partido en recomposición que como la alternativa de la izquierda para recuperar el Gobierno, quitándoselo al PP. Además, el mayor reto político de esta etapa es el desafío independentista catalán: la posición de Sánchez en este asunto -una España plurinacional, nación de naciones- no significa absolutamente nada, pero suena muy parecido al relato tacticista de Podemos. El separatismo catalán no va a tener otra oportunidad como esta para intentar la secesión, con el PP en minoría y el PSOE pajareando sobre lo que es y no es el Estado.

Pero si Sánchez no hila muy fino en este asunto, si sucumbe al delirio de hacer política de desgaste al PP también con la cuestión de la unidad nacional, habrá dos PSOEs antes de que ni él mismo se dé cuenta: ya no será un problema de tensión o enfrenamientos entre visiones radicales y moderadas, entre "sanchistas" y "susanistas", modernos y antiguos o bases y aparato... será un conflicto termonuclear sobre la forma en que debe organizarse territorialmente este país. Y en ese debate, a la izquierda sólo le caben dos opciones: hacer causa común con los partidos que defienden el cumplimiento de la Constitución o jugar a cualquier otra cosa. Si el PSOE pierde la "E" de español en ese embate, perderá también el Sur de España, como ya perdió con Zapatero los votos no nacionalistas de Cataluña, que emigraron en otras direcciones. Y sin Cataluña y el Sur, el PSOE no es nada. Nada de nada.