Al rebufo de la preocupación creciente en el sector y las autoridades económicas ante un supuesto auge de rechazo social al turismo, Nueva Canarias ha vuelto a insistir -es una preocupación recurrente del nacionalismo de izquierdas- en la necesidad de trabajar por un modelo de explotación turística capaz de evitar las disfunciones que hoy amenazan el futuro del motor económico de las Islas. En una oportuna nota, el partido de Román Rodríguez apuesta por un turismo "sostenible, profesionalizado, basado en la calidad y el incremento del gasto turístico en destino, modulado y con límites al crecimiento", un turismo que cree "más y mejor empleo" y que logre que la riqueza que se genere "contribuya al bienestar de la mayoría".

Ni siquiera expresada como carta a los reyes magos podría resumirse mejor lo que deberíamos esperar de una industria que mueve en Canarias la friolera de 13 millones de clientes. Primero, garantizar que lo que es hoy la gallina de los huevos de oro de esta región, no se hunda como ha ocurrido históricamente con todos los monocultivos agrícolas que precedieron al turismo como principal soporte económico de las Islas. Segundo, lograr que los empresarios del sector se impliquen de una manera más decidida en la creación de empleo de calidad. Y tercero, por la vía de los salarios y los impuestos, que el turismo distribuya la riqueza que produce entre el conjunto de los ciudadanos. Nadie con dos dedos de frente puede oponerse a esos deseos; de hecho, podría decirse que la de Nueva Canarias es una preocupación compartida por todas las fuerzas políticas. Pero Nueva Canarias va un paso más allá: plantea un programa de actuaciones que incluyen la renovación de la planta obsoleta, la mejora de las ciudades turísticas, la diversificación y la cualificación. No dice cómo pueden materializarse tales objetivos, cómo lograr desde las administraciones públicas la renovación de lo obsoleto, con qué herramientas legales y qué recursos, pero se intuye que algo sabremos de eso cuando comience el trámite parlamentario de la Ley de Turismo, otra de las que deben aprobarse esta legislatura.

La preocupación de la gente de Nueva Canarias por un crecimiento sostenible es antigua: siendo presidente del Gobierno, cuando estaba aún en Coalición, Román Rodríguez logró que su partido sacara adelante las directrices y la moratoria, dos iniciativas cuyo objetivo último eran evita el exceso de carga sobre el territorio. Años más tarde llegó la crisis, y hemos vivido de espaldas al camino avanzado. Pero desde los primeros 90, definir cuántos turistas caben en estas islas -y cuántos y cuáles nos convienen-, es un objetivo irrenunciable del Gobierno regional.

Son ya muchos los destinos consolidados que han logrado reconducir la presión por crecer, y han fijado los límites de la carga razonable. Baleares acaba de anunciar que su límite está por debajo de las 624.000 plazas. Es más de lo que suman las 416.00 que tenemos en Canarias, entre hoteleras y extrahoteleras, y las 150.000 que Gesplan consideraba en 2012 admite aún la capacidad de carga de un territorio, en el que hoy, con la excepción de Lanzarote, que duplica con creces esa cifra, ninguna isla destina al sector más de un 1,75 por ciento de su suelo. Y es también esa cifra de Baleares -una región con un tercio menos de superficie que la de Canarias, pero también con un millón de habitantes menos-, un posible punto de partida para un debate imprescindible que ponga el valor -además de los beneficios económicos del turismo- los de la conservación del territorio y el uso sensato de los recursos.