Canarias es una región muy curiosa. Cada vez que surge un problema, nuestra primera reacción colectiva es buscar a quien endosarle la culpa. Al final, siempre encontramos a quien: al de enfrente. Es algo tan viejo, tan grabado en el ADN de las Islas que a veces lo asumimos como normal. Pero no es normal que cualquier polémica que se produzca en esta región degenere siempre en la conclusión de que los malos son los de enfrente.

El debate sobre las aguas residuales se ha convertido en un nuevo episodio del pleito insular. Surgió como resultado de esa tendencia nuestra a acordarnos de santa Bárbara solo cuando truena: años y años tirando porquería a unos metros de donde nos bañamos, pudriendo la proximidad de las costas con acumulación de detritos, y sólo recordamos nuestra responsabilidad en que no se haya hecho la tarea cuando una afloración de cianobacterias que nada tiene que ver con los vertidos nos impide bañarnos a gusto. Después de un debate ridículamente sesgado, en el que el protagonismo lo han tenido los medios y los políticos, no los científicos -como debiera haber ocurrido-, la confrontación ha llegado por fin adonde más nos gusta: al pleito. En esta ocasión a una versión del pleito basada en tirarnos porquería a la cabeza.

Ha sido Antonio Morales el primero en abrir esta vez la espita del disparadero, inventando una nueva versión del pleito: el pleito fecal. Sus declaraciones sobre el distinto rasero de las fiscalías de medio ambiente en Gran Canarias y Tenerife, y esa tendencia típica del insularismo a felicitarse por los éxitos propios sólo cuando se los compara con los fracasos ajenos, le llevaron el martes a protagonizar una rueda de prensa bastante miserable, tristemente indigna de un hombre que siempre ha tenido la capacidad de moverse en el terreno de la política con criterio y dignidad. El nivel chulesco y barriobajero de sus declaraciones ha asombrado no sólo a los tinerfeños, sino a sus propios vecinos y correligionarios. No porque sea ajeno al debate público en estas ínsulas nuestras, no. Más bien porque es la primera vez que Morales se mete hasta el cuello en estos charcos del lenguaje tabernario, en los que parecen felizmente instalados tantos ilustres colegas suyos de todas las latitudes.

El insulto al de enfrente ha sido siempre rentable en la política de las Islas: es algo que viene practicándose desde los tiempos de la división provincial, e incluso antes. Al final, los posicionamientos rehúyen la carga de la prueba, el dato verificable y contrastable y se enmierdan en lo simbólico, lo emocional y lo territorial. No es posible que una isla sea siempre y en todo mejor que las otras. Como no es posible que lo sea un partido, un equipo de fútbol, un dentista, una abogada o un confitero. El isloteñismo cría monstruos, sobre todo inútiles monstruos que se alimentan de papel.

Por eso mismo, si quieren que les diga la verdad, yo quiero que sean veraces los datos aportados por Morales -el 99 por ciento de las aguas grancanarias están efectivamente depuradas- y erróneos los ofrecidos por la consejera Nieves Lady Barreto -apenas el 30 por ciento de las aguas que se vierten al mar en Gran Canaria proceden de plantas de depuración-. La diferencia en las cifras es tan grande que sólo cabe la mentira o un error descomunal. Y yo prefiero que sea cierto que estamos más cerca de hacer las cosas bien que más cerca de hacerlas pésimamente. Y me da igual en qué isla estén las cosas mejor. Lo que debe contar siempre es la suma. No la resta.