Las encuestas nos dicen que la mayor parte de los catalanes quiere un referéndum para decidir si Cataluña debe o no seguir vinculada a España, y que menos de la mitad de los que votarían en ese referéndum está a favor de la independencia. Y también que algo más de seis de cada diez cree que lo de este domingo no se lo va a tomar en serio nadie: ocurra lo que ocurra, vote la gente lo que al final vote si es que lo acaba haciendo, la consulta no va a servir para legitimar nada: ni la propia votación, ni la declaración de independencia que ya está anunciada para 48 horas después, ni tampoco la creación de la república catalana. Ni un solo país serio va a reconocer esa declaración de independencia, y lo más probable es que quienes la protagonicen acaben con sus huesos en chirona, acusados de una enorme pila de delitos. Porque aquí, en ese estado que algunos llaman Estado español y que no es ni sólido ni líquido ni gaseoso, sino constitucional y de derecho, lo que va a ocurrir es que después del domingo los tribunales van a seguir trabajando, con la lentitud que les caracteriza, pero sin dar un paso atrás, pidiendo cuentas por el incumplimiento de las leyes. Esta broma del "procés" se va a saldar -con suerte, si no pasan cosas más graves- con miles de personas procesadas, cientos de condenados, multas enormes y una gigantesca sensación de frustración colectiva por una nueva derrota de Cataluña y sus aspiraciones de autogobierno.

Supongo que algunos celebrarán esta nueva derrota de las aspiraciones catalanas. Probablemente los mismos que decidieron convertir España en una suerte de territorio taifal, para que lo de Cataluña y el País Vasco se notara menos. El formato del "café para todos" fue un desastre, que hoy sostiene diecisiete sistemas fiscales, sanitarios, educativos y culturales, que han convertido la igualdad de derechos y obligaciones de todos los españoles en una coña marinera.

Ojalá se encuentre una forma de resolver sensatamente las cosas, y se nos ocurra cómo hacer que los catalanes que ahora están enfadados entre ellos, o la mitad que está muy enfadada con nosotros, encuentren la forma de reconciliarse. Pero un golpe de Estado no era ni podía ser la solución. No podía tolerarse. Y el Estado ganará sin duda alguna esta pelea, pero su victoria supondrá más división y polarización. Es el precio que vamos a pagar todos. Y hay que pagarlo, porque en un estado de derecho no se puede imponer por la fuerza la autodeterminación, forzarla desde las instituciones, sacrificando la separación de poderes y despreciando el imperio de la ley. Una nación moderna, como pretende ser Cataluña, no puede surgir de la creación forzada de nuevas fronteras, levantadas contra la mitad de su propia población en un parto construido desde el desprecio a las minorías, el supremacismo cultural y el nacionalismo más casposo, retrógrado y obtuso, que es el que antepone el bienestar de los pueblos al de las personas.

Ocurra lo que ocurra, aquí no va a ocurrir nada que no se arregle con algo de tiempo y una negociación con otros protagonistas. Lo absurdo de todo esto es que lo que está ocurriendo era absolutamente innecesario. Se ha provocado artificialmente sabiendo que no podían ganar: Puigdemont, Junqueras y toda su tropa han hecho un pan como unas tortas.