Seguir hablando del referéndum no tiene ningún sentido. Ni para quienes han querido convertir una convocatoria sin garantías en el punto de partida de la declaración unilateral de independencia -un mecanismo que jamás aceptarán ni Europa ni ningún país serio-, ni para el Gobierno de la nación, que no ha entendido aún que el objetivo no era impedir que la gente votara, sino lograr que esos votos no tuvieran valor político alguno. Las imágenes de la Policía y la Guardia Civil golpeando manifestantes y requisando urnas se han convertido en el principal elemento de propaganda de un referéndum convocado ilegalmente y sin garantías: ni censo, ni control, ni intervención de la oposición, ni neutralidad institucional. Pero aún así, este referéndum írrito se ha celebrado y el desafío independentista ha logrado prosperar, no solo porque centenares de miles de independentistas respaldaron con su participación activa el esperpento, sino -sobre todo- porque la mayor parte de los catalanes han rechazado la atrabiliaria respuesta de un Estado que parece haber perdido primero la iniciativa y después la inteligencia. Rajoy no se ha enterado aún de lo que pasó ayer en Cataluña y de lo que va a pasar probablemente hoy, cuando se paralice todo el país, como paso previo a la declaración de independencia.

Al margen de cómo se desarrollen los acontecimientos en los próximos días, y de lo que pretendan los bienintencionados y los equidistantes, las instituciones de Cataluña están ya -y probablemente lo estarán durante algún tiempo- fuera de cualquier posibilidad de entendimiento con el Estado. Govern y Parlament se han instalado en la rebeldía, y el Gobierno de la nación ha actuado con una extraordinaria torpeza: la mayoría de los catalanes no han percibido que la deriva secesionista supone un golpe de Estado contra la mitad de los catalanes, pero si han sentido la contundencia represiva de las porras que cargaron contra ellos y no contra los que han cometido delitos. Las instituciones de Cataluña -prácticamente todas, desde el Govern a los sindicatos, las patronales, el Barsa, las sociedades musicales o filatélicas- juegan hoy en la banda de enfrente. Ante esa situación, el Gobierno de España no tiene más opción que proponer la aplicación del artículo 155 de la Constitución, suspender la autonomía, denunciar a los que han cometido delitos y convocar elecciones en Cataluña, cuánto antes. Cuando se celebren, Rajoy debería convocar también elecciones en España y ceder los trastos de la candidatura a otra persona de su partido. Ya no se trata de salvar el edificio constitucional del 78 y la chapuza del título octavo. Se trata de asumir que la única forma de coser el país es yendo a un sistema auténticamente federal, con controles, como todos los sistemas federales, que no tendría por qué corresponderse -no necesariamente- con el mapa de las actuales autonomías. Un sistema que permita atender los problemas que provocó el ''café para todos'' de la Transición y arreglar los destrozos que el nacionalismo identitario está provocando en el país. Un sistema que alguien como Rajoy -incapaz de comprender lo que ha pasado en estos días- no puede negociar.