Carles Puigdemont se dirigió ayer al mundo mundial para proclamar la independencia de la república de Cataluña y dejarla acto seguido en suspenso y sin efecto durante "unas semanas", apelando ahora al diálogo con el Gobierno de España y con Europa, a cuyos dirigentes pidió auxilio en un tono entre lastimoso y suplicante. Había que ver la cara de los compañeros de viaje del nacionalismo, esos héroes de la calle, ante una propuesta tan surrealista como chusca: supongo que si algún día Cataluña llega a ser de verdad independiente, esta curiosa declaración de independencia diferida a plazos no será grabada en la piedra del frontispicio de las instituciones.

Y es que Puigdemont ha intentado lo imposible: ha desatado el tigre enfurecido de un nacionalismo belicoso y excluyente, pasándose la ley por entre el arco de triunfo y los tractores verdes de los payeses, y ahora -tras romper Cataluña en dos mitades- pretende embridar ese tigre un poco, a ver si logra cabalgarlo y meterlo de nuevo en la jaula. Es un esfuerzo inútil, como ha quedado demostrado por la Historia en miles de procesos revolucionarios: hay quienes abren la jaula del tigre y luego quieren meterlo dentro, y lo que suele ocurrir es que el tigre les devora. Los gritos contra Puigdemont, calificado como traidor por los mismos que acudieron a aplaudirle, son el inicio del fin de la forzada unidad del independentismo catalán, y el final del acuerdo político (no ya entre los anarcomarxistas de la CUP y Junt pel Sí), sino incluso en el propio Junt pel Sí. Una confluencia electoral que a partir de mañana no tendrá ya valor. Puigdemont está desde ayer amortizado como líder independentista creíble: ha sido desleal a la Constitución y al Estatuto y también a las fuerzas que él mismo desató y animó a una guerra sin cuartel. Y en las guerras, solo se puede sobrevivir tomando partido. Habrá que preguntarse si Junqueras sabrá quitarse de en medio y sobrevivir a este disparate de declaración diferida. Y si Rufián será capaz de desmarcarse con algún tuit ofensivo y graciosete. Y -sobre todo- si la gente que se creyó los cuentos de la arcadia nacionalista olvidará y perdonará esta chapuza de fin de fiesta, este extraordinario y monumental ridículo.

Puigdemont y su Gobierno pusilánime han llevado a su país al borde del precipicio para dar luego un decidido paso al frente. Hacia el suicidio.

En democracia la gente tiene derecho a ser lo que quiere: nacionalista, unionista, independentista, taxidermista? las personas tienen derecho a sentirse catalanes, españoles, ambas cosas, apátridas o marcianos. Pero sobre todo, lo que tienen los ciudadanos es el derecho a no sentirse manejados, enfrentados y puestos en peligro gratuitamente.

Puigdemont no es tonto: con su discurso ha intentado ganar tiempo y evitar acabar él y los suyos entre rejas y arruinados. Es un tipo hábil en lo corto, un politiquillo cortesano, que comparte la misma grandeza de un grano en el trasero. Dijo que quería llevar a Cataluña a la independencia y está llevándola a la ruina. Ayer demostró que es un cobarde listo, al que lo único que le preocupa es él mismo, su supervivencia política y su pequeña carrera. No pasará a la Historia. Será recordado como un traidor por todos. Y ni siquiera es eso: apenas es un tipo asustado, desbordado por los acontecimientos que él mismo ha desatado, encerrado consigo mismo en un instante de absoluto surrealismo.