Al final, la declaración de independencia fue casi tan virtual como la del 10 de octubre, aquella que duró ocho segundos y no sabemos aún si se proclamó o no. Esta de ayer ha sido una independencia sin discursos, sin debate y votada en secreto, para eludir responsabilidades penales. Una cosa es ser los héroes de la independencia y otra arriesgarse a ir a la cárcel por rebeldía. Ni nosotros, ni los ciudadanos catalanes, ni por supuesto los jueces podremos saber si fue Puigdemont o fue Junqueras o fue la propia Forcadell, uno de los que se abstuvo. Sí sabemos quienes votaron no -dos de la bancada mareada- porque lo hicieron a papeleta descubierta. Edificante lo del voto secreto: que poco coraje, los tíos.

A los líderes y las instituciones catalanas les ha pasado lo que el "molt honorable" Tarradellas más temía: han sucumbido a su propio ridículo, jaleados por unos cuantos miles de aplaudidores de la timba habitual. La verdad es que ayer fueron menos que otros días, muchísimos menos. ¿Estará empezando a cansarse la claque de ACN? ¿Habrá hecho mella en sus conciencias el surrealismo de este procés que te pilla el gato? ¿Estarán preocupados por si la última empresa en irse se olvida de cerrar la puerta? ¿O tristes porque Europa no les quiere y tienen que conformarse con Osetia del Sur?

Hay que reconocer que a Puigdemont le jalearon unos pocos, unos doscientos entre asesores de 80.000 pavos y diputados de los demócratas del tres por ciento: "¡President, president!", le decían, con los de la CUP bizqueando de reojo. Pero su Presidencia de lo que sea que hayan declarado en voto camuflado (el inicio de un proceso constituyente, la república de Ikea, el Estat Catalá o la victoria del Barsa) ha durado menos que un caramelo en la puerta de una escuela. La república esta de Puigdemont, votada al descuido por consejo de una cuadra de penalistas, pasará a la Historia enajenada. Una república de juguete, creada al margen de la ley, en contra del Estatuto y la Constitución, sólo para provocar la respuesta del 155: la destitución del frívolo Puigdemont y de todo su pequeño ejército de frívolos y el jefe de los "mossos"; la suspensión del Parlamento y la convocatoria de elecciones; la extinción de las "embajadas" de la Generalitat en el exterior y el cese de los delegados catalanes en Madrid y Bruselas. Y eso para empezar.

Puigdemont tuvo la oportunidad de convocar él las elecciones, pero prefirió ceder a la CUP y desatar el juego perverso de obligar al Estado a intervenir. El 21 de diciembre los catalanes votarán, esta vez con urnas y garantías, mientras la Asamblea de los Electos pastorea por las redes su república con tumaca.

Esto va a ser muy duro: mucha gente irá a la cárcel, mucha perderá sus bienes como resultado de este disparate, la economía embarrancará y las heridas de una sociedad fracturada tardarán en restañarse una generación al menos. Pero, dejando de lado las responsabilidades que algunos van a tener que pagar en los tribunales y ante la Historia, lo peor es pensar en el extraordinario daño que el tonto de Puigdemont y su panda de tontos de capirote han infligido a su propio país, ese que tanto dicen que quieren, a cambio de absolutamente nada.