Las próximas semanas las vamos a pasar, sin duda, discutiendo de riñas de gallos. El anteproyecto que revisa la ley de protección animal se plantea liquidar definitivamente una práctica ancestral, muy arraigada en México, donde se celebran alrededor de diez millones de peleas al año, y en toda Centroamérica, y que existe en Canarias desde hace más de tres siglos. En las islas, las riñas son una tradición en retroceso desde 1991, cuando una iniciativa del Parlamento de Canarias decidió restringir el marco legal de las peleas, pero no prohibirlas. Eso provocó que el diputado Miguel Cabrera Pérez Camacho, entonces miembro de ATI, abandonara el Parlamento de Canarias y su partido, en protesta por no prohibir las peleas: sin embargo, la ley fue considerada muy restrictiva por los galleros: impidió que las riñas recibieran subvenciones (como ocurre con otras prácticas culturales, deportivas o folclóricas), exigió que las peleas se realicen en recintos cerrados y no públicos, en los que se prohíbe el acceso a menores de 16 años, y también suprimió la publicidad de cualquier tipo, todo ello con el objetivo de ir reduciendo el seguimiento social de las peleas y que la práctica se extinguiera poco a poco. No ocurrió así: la Federación Gallística canaria cuenta hoy con un millar de criadores repartidos en medio centenar de partidos, casi una tercera parte de ellos concentrados en la isla de La Palma, donde la tradición se mantiene muy viva. Pero los tiempos cambian? el rechazo social ante el maltrato animal ha crecido extraordinariamente, y los grupos, organizaciones y partidos animalistas censuran la crueldad y violencia de las peleas.

No les falta en absoluto razón: las peleas son sangrientas, destrozan a los animales e incluso acaban con la vida de estos en algunas ocasiones. Desconozco cuántos gallos mueren en Canarias todos los años como consecuencia de las peleas, pero lo que sí sabemos con certeza es que en las granjas de las islas se sacrifican entre un millón y medio y dos millones de pollos al año, a los que habría que sumar más de dos veces esa cifra de aves ya preparadas para su consumo, que se importan, principalmente de Brasil. Habrá quien considere que es más degradante que mueran algunos gallos en un espectáculo, que acabar por sistema con la vida de millones de animales solo para contribuir alocadamente al festín de proteínas en que se ha convertido la alimentación en los países desarrollados. Pero yo creo que a los millones de pollos sacrificados después de una vida indigna de ese nombre, el argumento probablemente no les convencería mucho.

Considero bastante hipócrita centrar la atención en unos cuantos animales, y no considerar nunca la manera miserable y adocenada en que viven y mueren millones de pobres bichos para que nos alimentemos muy por encima de lo que nos hace falta. Sin duda, consumir casi a diario carne producida industrialmente se considera hoy un logro del desarrollo humano, pero yo creo que dentro de algunas pocas generaciones la humanidad considerará una costumbre bárbara y salvaje el uso de seres vivos para la producción industrial de proteínas.

Cada vez que los animalistas señalan el sufrimiento de un pobre gallo de pelea, yo pienso en los millones de polluelos a los que nada más nacer les cortan el pico y las alas, los estabulan en jaulas minúsculas, son alimentados con masivos cócteles de pienso, hormonas y barbitúricos, para acabar con el cuello cortado y envasados con destino nuestras barrigas. Sinceramente, su vida me parece una vida mucho más cruel que la de un gallo de pelea.