Nacieron poco después del 78 y se criaron en libertad. No conocieron el franquismo, y sus secuelas les quedan lejos: sus padres se ocuparon de que no tuvieran que lidiar con el pasado y prepararon el futuro con esfuerzo y entusiasmo. En ese tiempo de formación, España vivía un renacimiento intenso de sus mejores valores. Recuperada la democracia, la concordia entre españoles, recién construido un acuerdo para frenar las tendencias cíclicas al desmembramiento, el país daba los primeros pasos hacia el reconocimiento de la diversidad de sus territorios y se festejaba a sí mismo con exposiciones y mundiales. Era un tiempo de grandes proyectos y grandes ilusiones, un tiempo de alegrías y fiestas. Ellos no vivieron las dificultades económicas, porque la crisis del 73 ya quedaba lejos, ni sintieron la opresión, porque un aire de libertad comenzaba a cambiarlo todo. La sociedad gris de sus mayores se teñía de colores, y la vida prometía más justicia, más igualdad, más solidaridad, un mejor reparto de las oportunidades, y también una mejor convivencia. Les llamamos "la generación más preparada de la historia", y era cierto, habían aprendido a manejar ordenadores, comenzaban a moverse en redes, eran más rápidos aprendiendo y tomando decisiones? Fueron la primera generación que se abrió a una España sin fronteras, que descubrió que éramos tan Europa como todos los demás. La primera que viajó masivamente fuera del país para estudiar. Centenares de miles de jóvenes cruzaron las fronteras todos los años, con becas Erasmus, y sintieron como propio un mundo más pequeño, más próximo y más seguro.

Hasta el preciso instante en que dos aviones se estrellaron contra las torres gemelas, la realidad se convirtió en una ruina y las cenizas pegajosas del miedo lo envolvieron todo. Fue un gigantesco parón: tenían entonces la mitad de los años que hoy tienen, y quizá les costó entender ese puñetazo de la Historia, pero se adaptaron rápidamente a las nuevas normas, a dejarse registrar en los aeropuertos, a convivir con una falsa seguridad asfixiante, a una televisión instalada en alimentar los terrores cotidianos. La fiesta se acabó casi de golpe, y la ilusión de un mundo nuevo se llenó de alambre de espinas. Ocurrió un poco antes de que acabaran sus estudios. Les hicimos creer que con esfuerzo y estudio llegarían donde quisieran. Y poco después, mileuristas los más, les reventó la crisis y pincharon la burbuja del trabajo y del consumo. Descubrieron con frustración que la igualdad de oportunidades era mentira, que los mejores puestos se cubren por enchufe y nepotismo? Una oleada de pesimismo real contagió la vida de millones, y ellos entraron en la treintena para soportar una década de agobios, pérdida de derechos, regreso de la explotación y la miseria. Se hicieron adultos con la rabia contenida de las promesas no cumplidas, con la perspectiva de un bienestar en retirada y una sociedad de pocos ricos muy ricos y muchos pobres muy pobres, con ellos justo en el borde mismo de la pobreza. La mayoría no se había interesado por la política, más allá de creer en una sociedad más solidaria y respetuosa con el medio ambiente, pero se sumaron a la política del rechazo de las promesas incumplidas, una política de regeneración que fulminara las castas, los privilegios y las puertas giratorias. Se apuntaron en masa a un cambio que les trajera el cielo, o en su defecto lo perdido, pero a la larga solo recibieron más palabras. Y ahora no confían en nada: al borde de los cuarenta, con la mitad de sus vidas vividas, ven el futuro muy gris, el pasado un espejismo gastado en milongas, fracasos y amarguras. Son ya las madres y los padres de los hijos que vivirán esa nueva Constitución de la que hablan los políticos y que nadie -ni ellos mismos- creen posible.