Después de la campaña más atípica y extraña jamás desarrollada en los cuarenta años de democracia española, si de algo han servido las elecciones en Cataluña es para devolver a España y a Cataluña a la realidad: los resultados provisionales aportan un mapa global que -sin diferir demasiado del previo a la aplicación del artículo 155- demuestra dos cosas claras: una es que el independentismo sigue teniendo el respaldo de dos millones de catalanes, y la otra es que un sistema electoral que prima los territorios sobre las personas impide a la mayoría gobernar. Es algo que no ocurre solo en Cataluña, pero que en Cataluña se manifiesta con perfiles especialmente dramáticos. Los no independentistas tienen doscientos mil votos más, pero cinco diputados menos. Ciudadanos ha logrado un extraordinario triunfo basado en su beligerancia política, pero que en la práctica resulta una victoria pírrica. Las elecciones no resuelven nada. Tampoco para los independentistas, divididos y cautivos del radicalismo de la CUP, que exige reiniciar el procés donde quedó.

Con esos datos hay que volver inmediatamente a la política, a la búsqueda de soluciones y entendimientos posibles. Es verdad que el resultado de estas elecciones no lo pone fácil: si algo demuestra el recuento es que Cataluña está dividida, partida en dos mitades que apenas coinciden en rechazar a cualquiera que sea del otro bando, e incluso a los pocos que se atrevan a reclamar un espacio fuera de los bloques, una solución pactada, un acuerdo entre independentistas y constitucionalistas, sobre la base de lo que es o podría ser realmente viable.

La política institucional catalana ha vivido instalada estos últimos años en un discurso fantasioso e irreal, el de que la independencia de Cataluña es un derecho que debe ser aceptado por el conjunto de los españoles, y por esa mayoría de catalanes que no quieren la independencia. Considerar que se puede imponer la independencia sin contar ni con el apoyo social de la mayoría de los catalanes, ni con el reconocimiento del resto de los países, ni con un camino legal y negociado, ha sido un dislate. Frente a esa visión fantasiosa e irreal, los partidos constitucionales han caído en la tentación de instalarse en el camino más fácil para ellos, quizá en el único que les habían dejado, que es el de la confrontación entre bloques. Solo el PSC de Iceta ha realizado un discurso más sofisticado, aunque la polarización de los votantes no haya respaldado su propuesta. Pero en política no sólo son importantes los votos, también lo son los discursos, y el de Iceta era el único que podía servir para intentar formar un gobierno que no pareciera hecho contra alguna de las dos mitades de catalanes. Como suele ocurrir, los votantes han castigado la moderación. Formar Gobierno es de una extraordinaria trascendencia, pero va a resultar muy difícil. No se puede mantener por más tiempo la situación de excepcionalidad abierta en la última fase del "procés". Cataluña necesita ir a la normalización y recuperar la concordia, el entendimiento entre los ciudadanos, y también entre los partidos que los representan. Para eso es imprescindible enterrar el odio desatado por el aventurerismo y olvidar las declaraciones realizadas en campaña. Hay que volver a la política con mayúsculas, que no es la que se realiza contra el otro, sino la que se hace contando con él.