El Consejo de Gobierno de Canarias ha solicitado al Consejo Consultivo dictamen sobre el futuro Estatuto de Cargos Públicos de la Comunidad Autónoma, una norma que prevé importantes limitaciones a los cargos públicos para participar en sociedades, disponer de fondos opacos, recibir donaciones, o poder trabajar en según qué cosas relacionadas con la administración cuando dejan sus puestos y durante un tiempo prudencial, además de otros etcéteras. Se trata, este que se solicita al Consultivo, de un informe preceptivo, antes de sacar una ley -un Estatuto- al que no me opongo en absoluto, pero que debería ser innecesario, por aplicarse ya en toda España el de ámbito nacional. Uno entiende que son imprescindibles algunas leyes que sean de ámbito regional, pero no tiene mucha lógica que Canarias deba dotarse de un Estatuto propio de Cargos Públicos. Podríamos ahorrarnos esfuerzo legislativo, gasto público inútil y horas de trabajo innecesario de nuestras Señorías. Algunos dirán que por qué prefiero que Sus Señorías trabajen menos. Pues porque creo que tantas leyes nos complican mucho la vida.

Por desgracia (con las consabidas excepciones del Código Penal, la Ley de Tráfico, la del IRPF y algunas más), la tendencia es que por cada ley de ámbito nacional tengamos otras 17 leyes regionales para cualquier asunto. Yo no lo veo en absoluto necesario: no sé por qué nos hace falta una Ley canaria de Transparencia, una Ley canaria del Libro y las Bibliotecas, una Ley canaria del Menor, del Tercer Sector, de uso medicinal de sustancias psicotrópicas o un Estatuto canario de Cargos Públicos. Entre otras cosas, porque las leyes regionales no eximen del cumplimiento de la ley nacional que desarrollan en territorio de cada comunidad autónoma. Y eso hace que -en la práctica- muchos de los aspectos de la ley nacional se retuerzan o compliquen. Sus Señorías creen que su trabajo principal es desarrollar iniciativas parlamentarias. Lo cierto es que deberían trabajar más en materia de control del Ejecutivo, del gasto público, del cumplimiento de las leyes existentes, pero los Parlamentos cada vez tienen menos papel real en esos roles, que se desenvuelven en el ámbito de las mayorías y minorías: la minoría controla y la mayoría hace que el control tenga escaso valor práctico, con lo que todo el mundo quiere pasar a la historia conventual de la Cámara haciéndose una ley. Mala cosa. Porque las leyes son, y cada vez resulta más obvio, de pésima calidad, fruto de consensos absurdos, caprichos ideológicos, postureo mediático o egolatrías diversas.

Soportamos leyes con postulados miopes, ridículos y a veces insensatos, votadas por diputados que desconocen el asunto sobre el que legislan con su voto, y cuya aportación al proceso es levantar la mano o pulsar un botón. Soportamos leyes pésimamente redactadas y peor concebidas, cuyo resultado no es -en muchos casos- resolver problemas o simplificar procedimientos, sino crear problemas nuevos, provocar costes sin sentido o complicar las cosas hasta el agotamiento.

Deberíamos pagar un sueldo a nuestros diputados no por hacer leyes, sino por derogarlas, fusionarlas o simplificarlas. Y premiar con nuestro voto a los partidos que prometan reducir una legislación cada día más oscura, contradictoria y recurrible. O quizá deberíamos tener menos leyes y también menos gente haciéndolas.