Os he imaginado estos días, tan iguales, tan distintas, asombradas. enfadadas, íntimamente ofendidas por la sentencia, quizá alertadas al descubrir que el mundo de libertad y riesgos en el que vuestra madre y yo quisimos educaros, ese mundo de decisiones adultas y equilibrios asumibles, se desmorona cuando la justicia contemporiza. Lo cierto es que no sé muy bien qué deciros: aún me siento yo mismo confundido por lo ocurrido: la enormidad del daño causado por la sentencia y su cruel voto particular, la inutilidad de cualquier razonamiento para intentar justificar el quiebro sorprendente de un discurso jurídico que primero crea con claridad una víctima y luego se entretiene en deshacer el delito con una argucia, una componenda? y sobre todo me sorprende la contundencia de esta protesta, en este caso concreto, uno más de los miles de casos de violación que se denuncian todos los años en este país, una más de los nueve millones de mujeres violadas en Europa. Una protesta, en fin, de gente asombrada, enfadada y ofendida, como vosotras y como yo.

Por eso, son dos los asuntos sobre los que creo que quiero escribiros hoy: el primero, sobre el miedo y su contagio. Ya habréis escuchado que ella no fue prudente, que no tuvo cuidado, que no supo protegerse. Porque tendría que haber tenido miedo a ser mujer en un mundo que todavía es de los hombres, y si lo hubiera tenido, quizá nada de esto habría sucedido. Lo que le piden los que así dicen es que ella -y con ella vosotras- asuma con sus 18 años su condición de víctima permanente y propiciatoria, que se oculte, que esconda a los demás sus sueños y sus ansias, sus deseos, su alegría y su sexualidad. Que tenga miedo y actué sometida a él. Y quizá para algunos sea ese un buen consejo, pero no fue la ausencia de miedo de ella lo que provocó este crimen. Fue la decisión de cinco salvajes y el miedo no habría impedido nada. No os aliento en la imprudencia, pero sí os pido que no renunciéis nunca al riesgo de vivir la vida que queráis vivir. Con cabeza, corazón y alma.

Millones de mujeres y hombres claman por una justicia distinta desde que se conoció la sentencia. Y este es el segundo asunto del que también tengo algo que decir: la justicia no existe como un bien real y absoluto, como algo sagrado e inmutable del que hablan los magistrados. Es solo una construcción humana, un consenso entre partes, un acuerdo en el que intervienen los que hieren, los dañados y los jueces en distintas instancias. La administración de justicia, para que pueda ejercerse, debe ser protegida de la presión que ejercen sobre ella el poder y la sociedad. La historia de la justicia en democracia es la de la búsqueda de frenos al poder, en una guerra abierta desde hace dos siglos, en la que a veces parece que vamos ganando. Y otras veces perdemos. En cuanto a la presión social, es cierto que la protesta por esta sentencia contradictoria y cobarde ha ido creciendo, y algunos se han desahogado pidiendo la inhabilitación de los jueces, o -más allá- una justicia popular ejercida sin límites y que -sin derecho a la defensa- no sería nunca justicia sino venganza.

Pero las protestas no solo reflejan el rechazo a la sentencia, también voluntad de que el mundo de los hombres y su justicia cambien. Ese cambio es el que surgirá de la determinación de vencer el miedo y de vivir vuestras vidas como seres humanos libres, que asumen riesgos y peligros. Y de la voluntad de construir una sociedad civilizada, con instituciones que funcionen mejor, sean más independientes y acierten a estar más cerca de los valores y al entendimiento de la gente.