En menos de un par de años, Pedro Sánchez ha logrado metamorfosearse ante la ciudadanía, en un camaleónico ejercicio de transformación que no deja de sorprender ni siquiera a los suyos. El campeón de la izquierda, el hombre que primero pactó un programa marcadamente liberal con Ciudadanos para llegar a la Moncloa, y luego se dejó querer por Podemos y la cuadra nacionalista ante los enfurecidos ojos del PP, va ahora, y en un nuevo y sorprendente vaivén ideológico, nos presentaba ayer un Gobierno pensado para tranquilizar a partes iguales a los mercados, a Europa, a los españoles preocupados por Cataluña y a los antiguos votantes socialistas desafectos. Un Gobierno pluscuamperfectamente socialista, de los del socialismo de siempre, teñido hasta las trancas de feminismo, contemporizador con los mercados y las troikas, técnicamente competente, con una edad media ni muy vieja ni demasiado joven y lo suficientemente estratosférico como para incorporar hasta al astronauta más conocido de España.

Un Gobierno que no se permite (no al menos en las partes expuestas al público) ni un pastelero guiño a los socios podemitas o a los independentistas catalanes. Un Gobierno tan tradicional del PSOE, tan clásico en su doble lectura, que más parece felipista que zapateril: nacionalista español, pero sin alarde, abierto al entendimiento con quienes controlan la economía, pero con el justo añadido de un provocador perfume redistribuidor, progresista, socialdemócrata.

Por desgracia, es éste Gobierno no sólo eso, sino también un Gobierno efectista y ultramediático, un Gobierno-postal, un Gobierno trazado con escuadra y cartabón para dejar contenta a toda la parroquia. Un Gobierno que se sabe a sí mismo con los días contados, montado no para gobernar, sino para caer bonito. Para lograr desempatar por los pelos al PSOE en ese cuádruple empate al más/menos 20 por ciento que hoy define la sociología electoral española. Para volver a situar a los socialistas como primera fuerza política del país en menos de un año, antes de que se celebren las inevitables elecciones anticipadas. Un Gobierno de Sánchez para Pedro Sánchez, preparado para recibir leña y tente tieso desde todos los frentes, por la izquierda, la derecha, la periferia levantisca, por arriba y por abajo, por delante y por detrás. Un Gobierno para ser acosado, acusado, insultado, agredido, culpado del bloqueo político, el colapso económico y la ruptura del país, por todos los partidos, los socios en la censura, y los otros. Un Gobierno para ser tratado por Iglesias como traidor a los intereses populares, entregado al austericidio y vendido a los mercados. Un Gobierno para ser señalado por Rivera como cobarde y antiespañol por entregarse a la negociación con los que quieren romper el país. Un Gobierno para recibir de los nacionalismos e independentismos la marca infame de jacobino, autoritario, centralista, carca y franquista incluso si se pone a tiro. Un Gobierno al que el PP acusará de todos los males, Eres, corrupciones, indecencias e ilegitimidades. Un Gobierno destinado a durar lo justo: sobrevivir a las trampas de osos del Congreso y el Senado y aguantar hasta que las encuestas revelen que ha llegado el momento, probablemente en mayo de 2019, coincidiendo con esas elecciones locales y regionales en la que el PSOE y el PP activan hasta el último de sus concejales, y Sánchez, con la ayuda de un PP movilizado, intentará quedar por delante de Rivera.

Un Gobierno montado para eso, no para resolver problemas, sino para hacer campaña, que le vamos a hacer, así está el patio. Un Gobierno, en fin, que es sin duda -como pareja de baile para los agitados e intensos meses que vienen- el mejor de los gobiernos posibles.