Durante años, vivimos convencidos de que los gobiernos fuertes eran antesala del autoritarismo. Mayorías absolutas, entregadas a aplicar leyes no respaldadas por el consenso social, forjaron la idea de que para la democracia era mucho mejor que los gobiernos estuvieran en minoría, obligados a buscar acuerdos con unos y con otros. Quizá eso no sea falso cuando se trata de gobiernos con minorías operativas, como el de Adolfo Suárez, los últimos de Felipe González, el primero de Aznar, los de Zapatero... pero en democracia no se puede elegir una fórmula perfecta, un resultado en diputados que por un lado permita ejercer con ciertas garantías la acción ejecutiva, y por otro obligue a consensuar leyes y presupuestos, suavizando las diferencias ideológicas que más enfrentan a los ciudadanos.

La voladura del sistema de turnos entre el PSOE y el PP, con la irrupción de Podemos y Ciudadanos, ha complicado las cosas debilitando extraordinariamente la posibilidad de fraguar mayorías parlamentarias. Eso, unido a un sistema electoral que favorece la representación de los partidos de los territorios y regiones sobre la de los partidos que operan en el conjunto del país, primando rotundamente a los partidos nacionalistas (en Canarias a las islas), ha colocado al sistema político español en un callejón sin salida. La fragmentación electoral nos trajo una frustrada legislatura sin gobierno, y otra en la que hubo que forzar la lógica política para que el PSOE permitiera la investidura de Rajoy con su abstención, provocando un cisma interno que ni siquiera la censura que ha llevado a Sánchez al Gobierno va a resolver.

En Canarias sabemos las dificultades que comporta un gobierno sin mayoría, el desgaste que supone para las instituciones, el bloqueo que provoca en la política y -sobre todo- la extraordinaria radicalización de los comportamientos de una oposición -también dividida- en la que partidos sin poder se disputan ser el repuesto del que gobierna, a sabiendas de que solo puede gobernarse en coalición. En esa situación, la acción política se dificulta, la administración se bloquea, la gestión pasa a ser asunto de menor enjundia, las sociedades se crispan y desencantan, y los partidos utilizan el gobierno casi con la única excepción de conseguir votos que les permitan estar mejor situados. Eso, unido a la ausencia de liderazgos y el destructivo sistema de primarias que hoy funciona en todos los partidos, provoca un deterioro creciente del entendimiento y hace florecer la radicalización: Gobiernos posibilistas y trileros, entregados a su supervivencia parlamentaria, sin más proyecto que aguantar gobernando poco y mal, gobiernos que enfrentan a los ciudadanos con juegos ideológicos, populismo y promesas imposibles de cumplir.

El gobierno de Sánchez es un gobierno así, pero también lo es el de Cataluña, el de Andalucía, el de Madrid o el de Canarias. Y lo mismo ocurre en los ayuntamientos más importantes del país. La política -y no solo ocurre en España, es ya un fenómeno universal- se desprestigia, se vuelve populista, busca la bronca y la división y crea líderes tramposos, resentidos, cobardes y vividores. Cada vez hay más sinvergüenzas sin escrúpulos medrando por todos lados.

En ese contexto, hacer frente a los verdaderos problemas del país y los ciudadanos es cada vez más complicado. Se convierte en un trabajo hercúleo, una tarea imposible para los responsables de que las cosas se hagan y funcionen, y los problemas se resuelvan. Y el fracaso acumula más desprestigio y alimenta el círculo infernal de la deslegitimación y el desprecio por las soluciones basadas en la inteligencia, el esfuerzo y el compromiso.

Esto va mal. Muy mal. Y por desgracia, no se vislumbra que vaya a cambiar próximamente: porque lo siguiente son los salvadores de la patria, los mismos que empiezan a florecer por otras latitudes. Aquí ni eso nos hace falta: están empeñados en resucitar a Franco.