Hace algo más de 35 años publiqué un artículo que aún conservo, enmarcado en mi despacho: una carta dirigida al juez anunciándole que había decidido ahorcarme con el cable del teléfono, después de haber intentado inútilmente que Telefónica dejara de cobrarme por un teléfono del que me había dado de baja por no funcionar, dos años atrás. Ya saben que la vida es un ir y venir por los mismos sitios, lugares y acontecimientos.

En los últimos veinte años, Telefónica (o como quiera que se llame ahora quien antes era Telefónica) ha recibido no menos de un centenar de llamadas mías para que vuelvan a conectar uno de las tres líneas que hay en mi casa: una es para poder hacer mi trabajo -ya saben, los periodistas, que necesitamos estar conectados a internet-, otra para ver la tele, porque en mi barrio, en el centro de Santa Cruz, no hay fibra, y a pesar de eso me instalaron una cosa que se llama Fusión o algo así y que sirve para que -desde que me la pusieron- ya no pueda ver nada de nada en la tele, y mi hijo haya jubilado la play. Es verdad que les estoy muy agradecido por ambas cosas.

Pero la tercera línea, que es la que uso para hablar, se me cae cada poco. No menos de un par de veces al año. Nunca he conseguido que nadie me explique porqué ocurre. Es un misterio que nadie ha logrado desentrañar jamás, pero la mitad de mi vida como usuario de esa me han cobrado por un servicio que no recibo. Después de perder días enteros llamando a un número para que te atienda alguien desde Rabat, a quien tienes que darle todos tus datos (como si no los tuviera) acaban enviándote a un señor normalmente enfadado, porque trabaja para una subcontrata y cobra poco, que manipula el cajetín, pela y retuerce cables, conecta la ADSL con la RDSI, se equivoca y bufa, vuelve a pelar cables y al final hace un par de llamadas a la central y con suerte te resuelve la papeleta. Conozco a más personas que trabajan como operarios de teléfono que a cualquier otra categoría laboral. Conservo en la memoria del móvil los números de una cincuentena de técnicos que han venido a resolverme ése y otros problemas telefónicos a casa.

Pero no quiero aburrirles. Sólo contarles que la semana pasada volví a quedarme sin línea. Ocurrió una mañana mientras estaba hablando. Llamé entonces de nuevo al número de cuatro cifras que te conecta con alguien que vive en el alto Atlas, me atendió un caballero que hablaba un dialecto arameo y a duras penas logré explicar (de nuevo) que mi teléfono no funciona. Ayer vino a casa otro operario. Es cierto que tardó lo suyo en llegar, pero es comprensible si al hombre lo mandaron desde el alto Atlas. Yo no estaba en casa, pero casi fue mejor: me habría enfadado con él.

El hombre se enfrentó a la maraña de cableríos que cincuenta intervenciones de técnicos de lo que antes se llamaba Telefónica han ido dejando en la caja de mi escalera, como recuerdo de su paso por mi vida. He de decir que el pobre tipo lo intentó, pero al final se rindió: alegó que el problema de mi teléfono es un problema interior. Sin duda lo es: es el problema creado por una sucesión de puentes, retorcidos y enrollados de cables de todos los colores, que teje la historia de un usuario infeliz abusado por sistema.