Hace algunos años que se levantaron la veda y les dio por tirarse a la cara los dineros que se gastan unos y otros: que si 600 euros en restaurantes de lujo, que si 3.000 en un billete en primera a Cuba (ida y vuelta), que si un traje de 1.800, que si 4.500 en dietas? el catálogo resultaba sin duda abochornante y casposo, sin necesidad de llegar siquiera a entrar en serio en los casos de corrupción pura y dura que nunca han dejado de producirse en tierra de fenicios. Pero hasta solo con los lujos (impropios de hijos del Lazarillo), la política superaba ya con creces el listado de lo que la gente del común estaba dispuesta a soportar sin enfadarse.

Es verdad que el cuadro de excesos variopintos y caprichos chiripitifláuticos, abonados con cargo a recursos públicos, es tan antiguo como -al menos- la historia escrita de la Humanidad. Podría decirse que la historia del desperdicio comienza con algo tan sólido y bien conservado como las inútiles pirámides de Keops, Kefren y Mikerinos, en las llanuras de Gizeh. Fueron construidas para preservar del bandidaje restos mortales y ajuares de los políticos principales del momento, y -aparte las protestas de sus contemporáneos en los corrillos, porque estropeaban el paisaje- lo cierto es que se demostraron completamente ineficaces para el cometido de conservar a buen recaudo los restos de finado faraón. Si se trataba de conseguir un resultado, construir las pirámides fue tan inútil como construir un aeropuerto en Castellón, la presa de Tahodio o unas cuantas carreteras de esas que hacen idas y vueltas por tierra majorera. El despilfarro público no ha parado de crecer desde que a los hijos de Ra les dio por tomarse el más allá como una cuestión de clase.

Desde entonces, la Historia no ha parado de ofrecernos ejemplos: a más democracia, más democratización del capricho y el despilfarro, aunque eso no quiera decir que la factura final resulte necesariamente más cara: seguro que por mucho que los escribas de Keops hubieran gastado en linos flameantes, sillones de diseño, opíparas comilonas y viajes en primera por el Nilo, todo eso habría salido mucho más barato que levantarle el túmulo a su jefe. Y además lo habríamos olvidado antes.

Pero no es esa la cuestión. Sí lo es que el despilfarro consustancial al uso de dinero ajeno -lo público es lo más ajeno que existe a nuestra cultura- nos acompaña desde la primera dinastía. No sé cuantas comilonas, presentes y viajes en primera puede suponer ese acompañamiento, pero seguro que supone algunas.

Dicho lo cual me pregunto cuánto de este tiempo de crisis van a gastar sus señorías sacándose los hígados unos a otros con lo del despilfarro, la corrupción y el malgasto. Me temo que estamos ante una tendencia de las que hacen hábito, y que el desprestigio de la política se vuelve irreversible. Como mis temores no sirven de mucho, voy a recordar lo de la pasta de dientes: para sacarla del tubo basta apretar un poco, eso lo hace cualquiera. Pero? ¿quién es capaz de meterla dentro de nuevo? Pues esa es la metáfora.