Odio quejarme, de verdad que lo odio. De la basura, los desperdicios, la enfermedad, de lo sucia que está la ciudad (salvo cuando olvido ponerme las lentillas). Aquel verano del 87, subido en aquel coche, no lo estaba.

-¿A dónde vamos? -preguntó ella.

-No lo sé -contesté-... simplemente damos un paseo... supongo. Esta calle no lleva a ninguna parte... pero, ¿qué importa?

Supuse que lo relevante era que estábamos en ella. La calle se llamaba (se llama) Casto Méndez Núñez, en honor a un contraalmirante gallego (a nadie se le ha ocurrido aún decir que era un fascista). Se encuentra en pleno corazón de la capital. Mi abuelo, que vivió en esta vía, me contó que fue la primera calle asfaltada en Santa Cruz. Su trazado comienza en la Plaza Weyler (otro fascista, Ada Colau dixit) y acaba casi al final de la Rambla de Santa Cruz (antes consagrada a un fascista), junto al museo de Almeyda. Hay una geometría simbólica en el entorno. Una singularidad ininteligible sin conocer la razón por la que está ligada a la calle Numancia y ésta a General Antequera, militar que sí era tinerfeño (de su fascismo se duda). La fragata Numancia fue el primer buque blindado en dar la vuelta al mundo en una expedición dirigida por Méndez Núñez. En ella viajó Antequera y Bobadilla que fue vital en la batalla de Callao de Lima. Lo aprendí de mi abuelo. Irreparable su ausencia (no creo que fuera fascista).

Vuelvo al coche. Hubiera preferido que no fuera ella quien estuviera a mi derecha. Conducía un vehículo robado (y sin carnet) cuando aún se podían hacer los puentes. No tenía alarmas y la piedra envuelta en la chaqueta destrozó el cristal del conductor. No es que nunca hubiera sustraído nada antes. De hecho, los hurtos no dejaban de ser gamberradas como tebeos en el quiosco de la plaza militar, algún playboy que me alegrara los tiempos de carestía o el irme sin pagar los perritos calientes en el Almendro. Aquellos días los recuerdo cuando remuevo el periódico igual que una taza de café escrutando sus posos. El diario de hoy focalizaba a Cifuentes. Siempre relaciono ese apellido con el proyecto de hockey sobre patines que vio la luz en La Salle San Ildefonso, y que contó con chicos como el portero Cifuentes. Más páginas de escarnio: jóvenes que consiguen entrar en un zoológico y torturan y queman vivos a animales, una menor de edad violada por un colectivo fornicador, sentencias provioladores, políticas con masters del universo facultativo inexistentes (que además robaban en los supermercados a lo Winona Ryder), política a distancia desde Bruselas... En locales, un C.D. Tenerife secuestrado, que dejó de ser el equipo de los birrias una noche en la Ermita, sicarios que liquidan a dueños de la noche, atascos en la TF 5, falsedades y cameos de políticos que fingen ser médicos o que se presentan en oposiciones en lugar de su prole, políticos penínsulares que dicen ser insulares...

Vuelvo a la noche del coche pedido prestado (robado). La calle está vacía. El coche también lo está en el preciso instante que ella baja llorando. Llego a un semáforo en rojo, me tienta saltármelo, pero me detengo cuando veo un cartel que no recuerdo haber visto, y lo miro. Lo único que dice es: Desaparezca aquí. Un anuncio surrealista desconcertante. Sin meter ninguna marcha piso el acelerador. Mi máscara de cordura amenaza con desaparecer. La primavera significa una estación dura por mis alergias y necesito vacaciones. Lo que me mantenía entonces interesado en mi vida era un desastre. Siempre existía la posibilidad de que ocurriera algo aterrador, y normalmente sucedía. ¿Qué fue lo que me salvó aquella noche del 87 después de cortar con ella?: El alma celeste de las jacarandas y una primavera que coloreó el asfalto con flores violetas. Una visión de fantasía bajo la luz de las farolas en la que se restregaban los neumáticos del coche.Ese invierno intenté llevar una agenda al día, pero la cosa no funcionó. Me hice un lío enseguida y anoté cosas solo por escribir algo y terminé por comprender que no tenía tantas cosas que hacer como para llevar una agenda.

Regreso a la casilla de salida. No te conozco, no sé quién eres. El silencio es una sonrisa burlona que roba las palabras. No contesté y fue su última frase antes de dejar el coche. ¿Conocerme? Nadie sabe cómo es nadie, jamás. A nadie le gusta la persona adecuada. Me transporto al final. Ya no queda nada de lo que me salvó en el 87. Las florecillas de las jacarandas diseminadas por el asfalto funcionaron de efecto placebo. Estaban bajo un ultimátum. El Ayuntamiento hacía un último intento para salvar a los ejemplares de la avenida San Sebastián poniéndoles revitalizante. No hay más opciones. Dicen que se intentó hacer lo posible para salvarlas: Son árboles que nos están dando problemas porque crecen con dificultad -aseguraba uno de mis amigos desde la Casa de los Dragos-. Se esfuerzan por alcanzar la luz y se encuentran con el obstáculo de los edificios. Un argumento final para el exterminio era que creaban una incómoda resina pegajosa a la hora de caminar y que también sufrían los coches estacionados. El del 87 era robado, éste no me importaría que mutara su color en violeta.

Continúo en Méndez Núñez. No quiero que me importe nada. Si algo me importa es peor. Es menos doloroso si no te importa nada. Allí las jacarandas fueron taladas y repusieron su muerte por ejemplares por ficus benjamina. Supongo que la comparación es igual al Tete de Javier Pérez y el de Miguel Concepción. Deseo que en el bar Asturiano, enfrente de la Sindical, con el Teatro San Martín aún en mis retinas, igual que el Toscal de Ananías, encontraré consuelo. El desamparo y la humedad, chirrían cuando me alejo del semáforo. Llevo puestas las gafas de sol aunque el reloj marca las 3. A.M. y no aparto la vista del espejo retrovisor poseído por la extraña sensación de que el recuerdo de aquella chica y las jacarandas aún me está siguiendo.