Hace años que observo el devenir de Pedro Sánchez con creciente interés no exento de cierta preocupación. Sobre el papel es un socialista democrático, con las formas y maneras de un hombre de la izquierda moderada, progresista y constitucional. Un hombre comprometido con un programa de cambios y reformas dirigidas a reducir la desigualdad y ampliar los espacios de la convivencia en libertad. Lo que antes se llamaba un socialdemócrata, término que hoy realmente no significa nada, porque socialdemócrata puede ser cualquier cosa, desde un programa de gobierno a una tortilla de papas poco cuajada. Socialdemócrata o no, hay algo en Sánchez -más allá de su discurso, a veces confuso, indefinido, voluntarista o visionario- que asusta: a mí me asusta su extraordinaria capacidad para ganar -una candidatura a la presidencia del Gobierno, unas primarias a la secretaría general de su partido, una moción de censura- contra todo pronóstico y aún en las condiciones más difíciles. Y me asusta también su obstinación en no reconocer en su camino ninguna señal, ninguna advertencia, ningún aviso que no sean precisamente las que le conducen a ganar.

Sánchez es un hombre guiado en su carrera por la vocación del triunfo personal. Un personaje para el que la victoria -la que presentan los medios, la que perciben los ciudadanos- es el objetivo primordial de la vida. Sánchez es un corredor, un "sprinter", un ventajista con talento para la pelea y el atajo. Pero eso no lo convierte en un hombre de Estado, no lo convierte en un gobernante. Si una parte de su trayectoria personal la hubiera dedicado a ejercer la administración de los intereses ciudadanos -en un ayuntamiento, en una región, en una dirección general- quizá tendría los mimbres para entender que gobernar no es sólo arbitrar acuerdos para acceder al poder, sino saber hacer después algo con él. Con el poder.

Ayer, durante el debate de la censura quedaron claras algunas cosas: el aniquilamiento de un Rajoy cada día más marciano, incapaz de entender que la corrupción sí va con él, o la trinchera que han cavado Rivera y los suyos para aguantar la ofensiva que se les viene encima. Pero lo más evidente de lo que pasó ayer, a mi juicio, es que quien sí tiene perfectamente claro lo que quiere y puede hacerse con el poder, no es Pedro Sánchez, sino Pablo Iglesias, que presentó con superlativa precisión el programa de gobierno al que espera amarrar al PSOE. Frente a ese programa, que consiste básicamente en construir un frente popular republicano, integrado por las izquierdas y las fuerzas centrifugas de Cataluña y del País Vasco, un frente que sustituya la monarquía por una república social (aún por decidir si de estilo bolivariano o complutense)? frente a ese programa, Sánchez se mueve en un teatro de sombras cuyo recurrente objetivo es aunar voluntades incorporando compromisos contradictorios y a veces incompatibles, para sumar los 176 votos que necesita para ganar: por ejemplo, ceñirse a los presupuestos de Rajoy, pero hacer una política distinta a la de Rajoy, como si las políticas se hicieran con una varita mágica y no con dinero. O aceptar la negativa del PNV a adelantar las elecciones, pero decirle a Iglesias que esta es una legislatura agotada en la que ya no se podrá hacer casi nada. O someterse al chantaje de los rufianes y sus lazos amarillos y llenarse la boca con declaraciones de respeto a la ley. O asumir una presidencia inútil e inviable en la que puede ser devorado amorosamente por Podemos, sus mareas y contingencias.

Porque ganar no siempre es la mejor opción.