Hay cien mil personas en el área de penumbra de la "pobreza energética" en Canarias. Lo dice uno de esos sesudos estudios universitarios que ahora se han puesto de moda y que nos permiten poner cifras a las intuiciones. La pobreza energética no tiene nada que ver con que a cierta edad uno ya no tenga fuerzas -ni energías- para subir unas escaleras. Tiene que ver con que cuando le das al interruptor de la luz sigas en la oscuridad. O que no tengas gas para calentar el potaje. Si no tienes potaje, ya es otra cosa.

La pobreza del siglo veintiuno es estadística. Antes un pobre era el que no tenía para comer. O sea, un mendigo. Hoy puedes ser un perfecto pobre que se levanta a las siete de la mañana para ir al trabajo. Porque la pobreza, según los estándares de la muy civilizada Unión Europea, consiste en que no tengas a tu alcance la posibilidad de cogerte unas vacaciones, entre otros indicadores. Es lo que se llama "pobreza relativa". Aunque probablemente exista más diferencia entre ser relativamente pobre y pobre que entre ser tonto y tonto del culo.

Los pobres occidentales son "relativamente" pobres porque su nivel de supervivencia es notablemente mayor que el de cualquier pobre del tercer mundo. Allí los pobres tienen la costumbre de morirse pronto. Las sociedades democráticas -esas que el populismo de izquierdas y derechas quieren destruir- garantizan a sus ciudadanos alimentación, educación y sanidad gratuitas, para que puedan subsistir malamente y sólo padezcan el infierno intelectual de ver a su alrededor coches lujosos, ropas caras y una rolliza burocracia felizmente ocupada en tramitar sus peticiones de ayuda.

Esos más de cien mil seres humanos energéticamente pobres de Canarias son un subgrupo de ese otro cuarto de millón de personas que habitan en el planeta del paro. Lo cual resulta perfectamente lógico. Entre los que cobran un sueldo que no les da, los que cobran una pensión no contributiva miserable y los que no cobran nada, tenemos una bolsa de seres humanos perfectamente preparados para la marginación. Es una zona oscura de la sociedad en la que ha crecido una nueva subcultura del cáncamo, de la vida a través de la especialización en conseguir una ayuda municipal, otra del Cabildo y dos más de fondos estatales o autonómicos. Hay gente que tiene un máster no universitario de habilidades para sobrevivir a base de subsidios.

Los estudios universitarios no aclaran cómo eso puede ocurrir en un país donde la matriculación de vehículos sigue creciendo, donde el consumo no deja de aumentar y donde los millones de felices europeos de clase media que nos visitan dejan dieciséis mil millones de euros cada año. Y donde ha venido casi un cuarto de millón de trabajadores de otras latitudes cifra que coincide más o menos -vaya puñetera casualidad- con los parados que hay en las Islas. Son misterios que la pobreza no tiene energía para discernir.