Los palmeros marcamos nuestra vida por lustros, desde hace tres largos siglos, por gracia y honor de la Virgen de las Nieves, que, para gozo y gloria nuestra, baja del monte a la ciudad. Hoy se cumplen cinco años de la muerte triste y dulce de un hombre bueno. No hay mayor ni mejor título para una biografía porque al río de la bondad le caben todas las virtudes y atributos.

En la vigilia y el adiós de Luis Cobiella -Luis Grande lo llamó mi hijo para separarlo de la jurria de luises que coincidimos en La Palma en tiempos y afanes-, la pena se sosegó como un ave tras el vuelo. En la noble austeridad del convento franciscano, el lenitivo de su música culta y popular, se compartió entre muchos y fue la nostalgia que, para ser mejor, más justa y más rica, exige las lágrimas pero no proscribe las risas por las horas llenas.

Ocurrió en el verano niño cuando, como siempre, rompían las canciones, crepitaban las hogueras y los ritos puntuales de la víspera devolvían agüeros seculares y domésticos saberes para saludar la estación frutal y la onomástica del Bautista, el primer santo que pagó con su vida las verdades incómodas. Mi tocayo, cristiano de raíz, compartía la admiración por Jesús de Nazareth con el afecto por santos a los que trataba como amigos; entre otros, el Pobrecito de Asís y el profeta que clamaba en el desierto.

En este primer lustro de memoria luminosa -y yo lo leo como un acto de generosidad y justicia poética- la Orquesta Sinfónica de Tenerife y Víctor Pablo Pérez, su alma mater y factor máximo, rindieron un oportuno homenaje al cancionero de Cobiella Cuevas (1925-2013), de suma delicadeza y precisión sutil, con mensajes limpios, con la decisión armónica del agua que busca camino. Interpretadas con especial nitidez y vitalidad por Candelaria González -una voz de gran cuerpo y volumen, homogénea y de bello timbre- las "Cinco canciones para soprano y orquesta", emocionaron e ilusionaron al público en una velada inolvidable que se completó con la "Sinfonía nº 4 en Sol mayor", de Gustav Mahler, premiada con una ovación memorable.

Cerca del mar donde aguardo el verano, percibo la figura y el aliento del maestro, la cercanía de su gente y la afirmación proustiana de que, por encima de cualquier otro sentimiento, la pena desarrolla todas las fuerzas del espíritu.