Espero a mi clienta en un bar justo enfrente del Vaticano (IES El Chapatal, ignoro por qué lo llaman así, parece el nombre de una serie de ganaderos trashumantes remake de "Bonanza"). Pido un café cargado y un donut. El jefe del local, (le gusta que lo llamen el boss) tiene la tele puesta sin sonido. Más allá del Matrix catalán y el Mundial, las noticias no eran interesantes. Todo resultaba hasta aburrido. El boss, al que muchos confundían el apellido de Springsteen con Springfield, compagina la imagen con música cuyos decibelios (seguramente) vulneran la ordenanza acústica del Ayuntamiento. Si El rock´n´roll mató a la poesía, lo que escuchaba significaba que el fin del mundo estaba cerca y me daban ganas de invadir Las Palmas, como decía Woody Allen de Polonia cuando escuchaba a Wagner. En el periódico me encuentro con una propuesta en el Senado para que la Graciosa sea considerada la octava isla. ¿Qué hacemos ahora con Venezuela? ¿Y significa eso que tendrá Cabildo Insular y cuántos ayuntamientos y concejales? Supongo que pertenecerá a la provincia de Las Palmas. ¿Y la Isla de Lobos, Montaña Clara y demás? Y sobre todo, me preocupa el tema pendiente de San Borondón. ¿No perdemos nuestras señas de identidad? ¿Qué hacemos con la canción emblema del MPAIAC de la bandera tricolor y las siete estrellas verdes o del repertorio del hoy perdido Chago Melián? Quizá, Paco Lobatón debería salir ya en su busca.

Mi cita no es puntual. Veo pasar a una chavala con las gafas de sol más grandes que he visto en mi vida y una camisa en la que tiene impresa una inquietante pregunta: ¿hay vida (inteligente) después de Luis Fonsi y Daddy Yankee? Mi atención se tropieza con otra chica que sé que conozco pero no recuerdo (afortunadamente) de qué. Lleva puesto una bata manta y gafas de sol de pasta verde que la hacen pasar por una víctima de un tratamiento con electroshock. La portada del periódico me informa que la refinería se va de Santa Cruz. La empresa fue el pulmón económico de la ciudad, ahora dicen que dará paso a un Santa Cruz 2030 Verde. Son medio millón de metros cuadrados. ¿De qué te quejas, Mat? ¿Qué pondrías tú allí? Quizás un Monumento Nacional Canario, similar al Monte Rushmore. Un conjunto escultórico tallado en una montaña de granito en el que figuraran los rostros, de 18 metros de altura, de los padres fundadores de la Nación Canaria, sus ocho Presidentes del Gobierno: Saavedra, Olarte, Hermoso, Rodríguez, los dos Martín, Rivero y Clavijo. Las narices medirán 6 metros de largo, la boca cinco metros de ancho y los ojos 4. Y ya que quieren abrir la ciudad al mar, lo completaría ubicando la atracción Disney, Los Piratas del Caribe, en la dársena. Incluso, ahora que está deprimido, ficharía a Johnny Deep, lo nombraría Presidente de la Autoridad Portuaria e instaría a casarlo con Winona Ryder en La Casa de los Dragos.

En esas, apareció mi clienta. Aceptó la silla que le ofrecí y tomó asiento. Solo conocía que se llamaba Rita (o sea, una mentira) y que tenía una gran fe en el horóscopo; una curiosa combinación, ya que siempre son las carencias las que allanan el camino de la astrología. Se sienta frente a mí y me pregunta si puede darle un mordisco al donut (cada día los hacen más pequeños). No me apetece que se zampe una porción. Sin embargo, le digo que adelante, y engulle más de la mitad. Se quitó las gafas del sol y me miró a los ojos antes de comenzar: seguramente se preguntará por qué necesito su ayuda. Me encogí de hombros como si la cuestión me fuera más bien indiferente, una reacción de la que pronto me arrepentiría. Aún no sabía lo que me deparaba el encuentro. Busco un confidente -continuó sin alzar la voz-. Su tono confería misterio a sus palabras. ¿Un confidente? -Pregunté asombrado-. ¿Y qué le ha hecho pensar precisamente en mí? La chica miró buscando testigos indeseados de nuestra conversación. Ya sé que apenas nos conocemos. Aunque ese dato representa una ventaja, teniendo en cuenta la situación en la que me encuentro. La curiosidad se despertó en mi interior, y mi desconfianza inicial dejó paso a cierto interés por lo que me quería contar. ¿Sabes, Mat? Padezco el síndrome hipernmésico. Tengo una memoria que no solo me permite recordar al detalle todos los acontecimientos y conversaciones que mantengo, sino que me permite asimilar soplo en una lectura cualquier temario. Y, además, poseo una capacidad de transformarme físicamente en cualquier mujer, con independencia de su peso, tamaño, pelo, facciones...

De mis experiencias en el trato con clientes aquel se estaba convirtiendo en un encuentro insólito. ¡No me cree! exclamó decepcionada. Sí, ¡claro que sí! -me apresuré a asegurar-, es solo que me gustaría saber de qué se trata. ¡Oposiciones, Mat! Me dedico a suplantar identidades, tanto de miembras de tribunales a las que fastidian las vacaciones de verano que tienen cerradas con su familia, como de alumnas que quieren aprobar las pruebas y conseguir una plaza de funcionaria o de interinos que pretenden quedarse en listas de reserva. Indagué en sus honorarios. Cobraba trescientos euros por adelantado por hacer el examen, y las dos pagas dobles del primer año si conseguían la plaza. Le cuestioné si se presentaría por la hija de algún concejal o alcalde, por ejemplo de Firgas. Negó con la cabeza.

Cuando fui directo a la raíz del problema, sacó unos documentos de su bolso y los depositó sobre la mesa. Allí debía haber algo explosivo. También me dedico a la sustracción de los exámenes de la EBAU o de cualquier oposición. Una persona, llamémosla Mister X, me ofreció cincuenta mil euros por adelantado por conseguirle el examen -dijo en un tono que apenas dejaba entrever emoción-. Espero que aceptara el dinero -contesté-. Lo hice -dijo-. Ahí está el problema. No trabajo para políticos. Acepté, sustraje la prueba, pero le di otro. Suspendió. ¿Nunca has engañado, Mat? -intentó colectivizar su problema. Realmente, sí. Recuerdo un año en que tuve problemas en el instituto con un proyecto de escultura. El día de presentación no lo había hecho. De camino a mi suspenso recogí tres piedras del suelo y las pegué encima de un pedazo de madera que encontré en un contenedor. En la recepción tenían un bote de pintura azul y ese fue el color de las piedras. Saqué un sobresaliente.

Esto se acabó, Mat, necesito quitarme de la circulación. ¿No te has planteado falsificar tu expediente y sacar una plaza de funcionaria? Hizo un gesto con la mano, como si no quisiera hablar del tema. No obstante, y puesto que yo seguía mirándola con expectación, al final respondió: no me gustaría trabajar de empleada pública, ¡qué sopor! Ayúdame a desaparecer un tiempo, Mat. Acepté. Se levantó de la mesa dejando que yo pagara la cuenta. Se colocó las gafas de sol y me dijo: sé que las cosas van mal cuando veo llover por la noche. Me quedé sin respuesta durante un momento y decidí reírme de la ocurrencia. ¿Qué te parece tan divertido, Mat? ¿Sabes que las cosas van mal cuando ves llover por la noche, ¿qué es eso? ¿Una canción de Pedro Guerra? Ahora fue ella la que sonrió. La televisión mostraba unas imágenes de Maradona que, sin duda, necesitaba que alguien le aconsejara crionizarse y despertar en el siglo XXIII. Rita me dio un beso, terminó con el donut, me reveló que se llamaba Clara y desapareció iluminada por el sol de mediodía. Fuimos conscientes de que no volveríamos a vernos.

Miré la fecha en el calendario: tiempo de oposiciones. Tengo un amigo que dice que deberíamos, igual que en el resto de Comunidades Autónomas que imponen la lengua cooficial, blindar en las oposiciones a las hijas e hijos de esta tierra. Se me ocurre un corte con una prueba obligatoria de silbo gomero. Curbelo aceptaría sin duda la moción.