El pasado miércoles lamentaba la lesión de Cavani, baja para cuartos ante Francia. En el recuerdo, Obdulio Varela "El Negro", aquel peón de albañil que proclamaba "mi patria es el pueblo que sufre", clave en el "maracanazo", la histórica victoria de Uruguay ante Brasil en el Mundial de 1950 por 2-1. "Estaba en cama con fiebre, a causa del sarampión, pero con el segundo gol me levanté y se me quitó todo".

El escritor, pedagogo y creador uruguayo Luis Camnitzer (Lübeck, Alemania, 1937) participó en la primera edición de Encarte.

A usted lo suelen presentar como un revolucionario, ¿cuánto hay de cierto y cuánto de cliché?

No es más que puro mercadeo.

¿Cómo se definiría entonces?

Como un ciudadano más o menos responsable, que hace lo que puede, pero no más que eso.

En "La Corrupción en el Arte/ Arte en la corrupción" se refiere al cinismo ético como habilidad.

Siendo estudiante creía en la pureza hasta que caí en la cuenta de que se trataba de una cuestión de egos que, definitivamente, no funciona. ¿Cómo haces para no ser puro y sin embargo no corromperte? De esa reflexión surgió ese concepto del cinismo ético, el acto de mirar las cosas desde una distancia cínica, pero tratando de que aquello que hagas se mantenga dentro de unos principios éticos o que, cuanto menos, sea reversible.

¿Y sus principios irrenunciables?

Hubo una época en la que decidí no exponer en galerías, tampoco participaba de ningún tipo de concurso público. Aún hoy lo creo, pero eso te lleva a un aislamiento que tampoco sirve de nada. De tal manera que para acercarte a la sociedad resulta imprescindible negociar ciertas cosas. Al final, mi medida, mi termómetro es cuestionarme si haciendo esto o aquello voy a dormir bien o no.

La conciencia...

Sí, pero algo más medido y articulado que el dogma. Lo considero un problema importante. Por ejemplo, existen becas que yo no aceptaría ni he aceptado bajo ningún concepto y hay otras que acojo, porque me digo que puedo llegar a sobrevivir. Es algo muy personal.

¿Cree que la ideología del consumo va a terminar con todo?

Creo que ya lo hizo. La batalla que se libró en su contra se tomó con el propósito de dormir bien, pero no por la esperanza de ganarla.

¿Y cuándo sobrevino ese desencanto?

Los de mi generación, la de la década de los años 50, pensábamos que íbamos a ser capaces de arreglar el mundo. Aquella era una izquierda compleja que aglutinaba al anarquismo, que es mi línea, el comunismo, el trotskismo... Y aunque todos estaban peleados entre sí había un objetivo. Ahora resulta que todos los gobernantes, salvo el de Malasia, son más jóvenes que yo. Eso quiere decir que mi generación no logró un pepino, porque de haber sido así los jóvenes habrían seguido lo que indicamos. Es un poco desilusionante.

Convertir el museo en una escuela supone reivindicar el papel pedagógico de esos espacios.

No envidio a los museos, ni me gustaría ser director de ninguno. Creo que se dan tareas contradictorias y supone un problema muy difícil de solucionar. Por un lado, el museo es un depósito de valores y esos valores representan intereses que para mí son negativos, aunque la obra sea buena. Ahí se da una contradicción. ¿Qué es lo que mostramos al público? ¿Una buena obra? ¿Intereses antipúblicos? La otra es que existe, además de forma creciente, un elitismo que separa la producción artística del ciudadano medio. Por un lado se desarrolla una investigación en arte que se expresa en formas que el público no puede entender y va dirigida exclusivamente a otros artistas. ¿Cómo mantener los valores del museo y ayudar al público a desafiarlos? ¿Cómo sostener una investigación seria sobre el conocimiento y compartirlos con gente que a veces ni está interesada?

¿Y dónde se ubican ahora el centro y la periferia?

El mundo ahora es como una mahonesa, una suspensión inestable de glóbulos grasos y acuosos. El asunto es quién controla la información y cómo se da ese flujo. Desde ese punto de vista es un producto político y económico. Me gusta hablar de infografía en lugar de geografía, que a mi entender es anacrónica: estamos en otro mundo. El asunto es cómo distribuimos y repartimos la información.

¿Participa de la dialéctica de Adorno de tomar el arte desde la irracionalidad y el desacuerdo?

Mantenemos una tendencia en la sociedad a negar lo irracional y lo ilógico, lo absurdo, lo que está fuera de tono y no darnos cuenta que se trata de vías de acceso al conocimiento tan válidas como otras, aunque sean menos aplicables. Por esa razón son negadas por el establishment. Me parece importante rescatarlas, incorporar la imaginación desde la escuela.

Y de la experiencia estética a la dimensión política.

No me gusta la palabra estética, prefiero cuestionar qué es positivo y qué negativo, por qué y a quién le sirve, si me hace daño o me ayuda. Lo segundo, la contabilidad de las cosas. Todo lo que hacemos está contabilizado, es cuantitativo y hay que rendir cuentas por ello. Todo, en última instancia, basado en números; lo cualitativo queda de lado y hay que integrarlo para disponer de un conocimiento total.

¿Por dónde se mueven los mercaderes del arte?

Por aumentar lo más posible los precios de las obras consideradas singulares. Me parece que existe una burbuja que en cualquier momento va a explotar. No hay manera de darle valor a ciertas cosas. Siempre me intrigó a cuánto ascendía el seguro de una obra como la Mona Lisa en su traslado a Nueva York... No lo sé, pero ¿qué fórmula existe para darle valor? No es un cuadro que me guste particularmente, pero encierra tal mito que esa condición hay que cifrarla. Ahí se da un absurdo de conexión que sería bueno que se explicara.

¿Cómo se socializa el arte?

No todo el mundo puede ser un artista competitivo, pero sí tener la libertad de imaginar. La competitividad y la meritocracia artística es un problema de mercado, no cultural. Aprendemos a leer y escribir no con el propósito de convertirnos en un Nobel, sino para funcionar. Sólo tienes derecho a soñar si sueñas bien, si sueñas mal, no te lo permiten.