Un culto e inquieto profesor madrileño condujo al ruidoso grupo de chicos por las deslumbrantes salas donde se contaba "la historia de España y del mundo", con paradas obligatorias y comentadas en las que se localizaban los tesoros secretos del Museo del Prado.

Así los escolares isleños, premiados en un concurso de redacción de un popular refresco, conocimos los "únicos" de la institución (Sandro Boticelli, Fra Angelico, Andrea Mantegna, Brueguel, Van Eyck, Rembrandt, George La Tour, entre otros), las exquisiteces y excentricidades de los artistas de amplia y notable presencia (los paisajes italianos de Velázquez, el perro de Goya, por ejemplo) y las excepcionales piezas de artes suntuarias, localizadas en los deambulatorios y rincones discretos del edificio construido por Juan Villanueva.

Entre esas singularidades descubrimos o, para hablar con propiedad, nos descubrió nuestro amable cicerone, el llamado Tesoro del Delfín, una colección extraordinaria que heredó Luis, el hijo del Rey Sol, que no llegó a reinar, y que trajo a España Felipe V, el primer monarca de la Casa de Borbón.

Se trata de un conjunto de "vasos ricos", de la manufactura más exigente y el más alto precio, realizados total o parcialmente con piedras naturales y labrados en la masa del mineral, guarnecidos con metales preciosos y enriquecidos con gemas y esmaltes. Fueron cedidos al Museo de Historia Natural -donde hoy radica la pinacoteca nacional- por Carlos III y aunque el fondo fue expoliado por las tropas napoleónicas y sufrió daños sensibles por robos dolosos y torpezas, su fina hechura y su incalculable valor reafirma como mejor herencia de las monarquías europeas las colecciones reales que aún se conservan en los grandes países del Viejo Continente.

Devuelta por la República Francesa en 1815, en 1839 la colección pasó al Museo Nacional de Pinturas, en medio de una gran polémica sobre su valor científico o artístico. Las piezas de incoloros cristales de roca, gemas de color y piedras duras, entre las que se incluyen jades, ágatas, ónices, y calcedonias, tuvieron, aún en el Siglo de las Luces, supuestas cualidades curativas y herméticas. Después de varias localizaciones y una larga reclusión en la cámara fuerte, ahora lucen en una sala propia, con un cuidado montaje e iluminación donde lucen en todo su esplendor y belleza. Y, desde luego, merecen la visita.