Hace años por estas fechas en que la tradición expulsa a los ciudadanos de sus lugares habituales de vida o de trabajo hacia zonas a las que van todos sus vecinos a hacer lo mismo, veranear, le pregunté a Rafael Azcona, legendario guionista de cine y persona de valores y gracia inolvidable, si no se iba de vacaciones, si no incurría él mismo en el veraneo que alguna vez satirizó en sus películas. Me miró el ya veterano maestro riojano, trasplantado primero a Ibiza (a pasar más que los veranos) y a Madrid, donde vivió todos los veranos restantes, y me respondió:

-¿De veraneo? Si yo ya me fui de Logroño?

Todos estos recientes veranos de mi vida he recordado la respuesta del veterano maestro. Lo que él quería decir, y lo explicó porque me lo dijo así, es que una vez que te vas de tu pueblo ya todo es veraneo. En el pueblo, decía, nunca es verano, siempre hay trabajos que hacer, y entre esos trabajos el más arduo, permanente y pegajoso, es el de aguantar a tus habituales contertulios, a los que te encuentras invariablemente en los bares y en las aceras. Los pueblos pequeños, y entonces para él lo seguía siendo Logroño, apostan en cada esquina de cada calle a aquel que ya sabe cómo molestarte, el que te persigue con una anécdota, un chiste o un cotilleo, el que no te deja leer el periódico a gusto bajo la sombra de una palmera, el que te obliga a pensar como él y a saber todo lo que él sabe.

Como ya se había ido de Logroño, su pueblo, no sentía esa presión y así todo el tiempo que había pasado desde que se fue constituyó para él un largo veraneo. Realmente, visto así, Madrid era para él lo que se decía antiguamente: Baden Baden. Esta población alemana, Baden Baden, fue en el siglo pasado un muy bien acondicionado lugar de veraneo para las familias acomodadas europeas. Y se solía decir que, en verano, estar en Madrid, sin familia, sin vecinos, etcétera, podría ser como estar en Baden Baden. "Madrid en verano, y sin familia, Baden Baden". Entonces los veraneos se hacían por fases: acabadas las clases de los chicos, se iban las familias, y se quedaba el marido en casa, aguardando por sus vacaciones laborales. Entonces se constituía aquel ejército de Rodríguez que hay en las películas en las que figuraba como actor el impar Alfredo Landa.

Luego cambiaron los veranos de signo, vino el turismo de verano, y España, en concreto, se ha convertido en un batiburrillo de familias gritándose entre ellos o con otros y llenando los veranos de sudor y de furia, de alegría gritada o de gritos e insultos porque alguien se dejó en el apartamento la toalla o el biberón o la pelota de plástico con la que luego se ha de incomodar al vecino de arena o de tumbona.

Esa masificación del verano ha ido limando el prestigio vacacional de este periodo del año, en el que cada vez se sufre más y se descansa menos, pues el sistema está inventado para que en su engranaje pierdas los nervios y, tantas veces, también pierdas a la pareja, harto el uno del otro de tanto ajetreo como el que hay que seguir para ir y venir de las vacaciones y, también, para estar en ellas.

El verano poco a poco se ha ido deteriorando a mis ojos, yo que lo amé tanto. El último día de mi última estancia en mi sitio favorito de los veranos estaba sentado en un bar, frente al mar, rodeado de italianos que se gritaban entre ellos porque mi cuerpo los separaba a unos de otros. Le advertí al padre de familia que sería adecuado que bajara el tono. Y con el mismo tono me gritó, en italiano:

-¡¡Es el tono italiano!!

Me levanté y me fui. No era el tono italiano, me dijo, es el tono del verano. Y me fui a casa, a seguir el ejemplo de Azcona. ¿Verano? ¡Si yo ya me fui de Logroño!