En el siglo XXI la comodidad se impone y los pequeños y grandes electrodomésticos se han vuelto indispensables para el buen funcionamiento de un hogar. Lo indispensable es tener nevera, lavadora, cocina y calentador, pero en la mayoría de las casas también hay un horno y microondas, e incluso lavaplatos y secadora. Para saber cómo han cambiado los tiempos hay que evocar épocas pasadas en las que no había tantas facilidades para la morada.

Mi niñez, adolescencia y juventud transcurrió durante la larga postguerra. Mi padre, militar y artillero, como casi todos los de esta profesión, siempre tenía la maleta a medio hacer, así que en la década de los cuarenta recaló con toda la familia en la Caja de Reclutas de Jaén, muy cerquita de su tierra de origen, Torredonjimeno. Allí llegamos los 12 de la familia -mis padres, 9 hijos y mi prima del pueblo, Lolita- a un piso de casi 200 m2. El patriarca, como buen estratega, nos educó con severidad no exenta de cariño, e introdujo en nuestro carácter la formula de compartir y repartir, algo que funcionó perfectamente y que mi mujer y yo empleamos también en nuestro hogar, afortunadamente con excelentes resultados.

La cocina de la casa era grande y tenía anexa una despensa y el cuarto de lavado, pero la cocinilla era de un solo fuego de leña o carbón que se conseguía con la cartilla de racionamiento, al igual que el aceite, el azúcar y el grano. Para canjear los cupones siempre había que hacer cola, y como éramos muchos, teníamos el privilegio de tener un reten y un correcaminos que avisaba de la marcha de la fila, hasta que tocaba el turno y los hermanos mayores cargaban el carbón o la leña en sacos de arpillera.

Mi madre encendía el fuego al amanecer y según la contundencia de la perola -puchero, sopa, grano?- había o no un segundo plato. Las cocinas eran el centro neurálgico de las casas porque además proporcionaban un ambiente de calor en los fríos inviernos. Mientras se hacía la comida, mi madre y mi hermana Carmen, mi tata, se encargaban de restregar la ropa en la piedra de lavar, donde había con dos recipientes, uno para las pastillas de jabón lagarto y otra para los estropajos. Ambas tendían las manos encallecidas de producir el milagro de vestir a doce personas. De la limpieza de la casa se encargaba el resto de la tropa.

En esos tiempos de esfuerzo y sacrificio no había averías, algo que para bien o para mal sí nos ha traído el progreso, pues hoy en día los electrodomésticos no duran más de cinco años y en julio o diciembre se huelen que ha entrado la paga extra en casa. El periodo de tranquilidad se desvanece en cuanto cae el primer aparato averiado, pues una vez arreglado, acto seguido otro hace lo propio, no permitiendo al jubilado tener la posibilidad de ahorrar.

En casa llevamos una rachita que parece no acabar. Primero fue la lavadora, 140 ? de arreglo que hubo que abonar obligatoriamente porque sin lavar no puedes estar. Después cayó la secadora, no es tan imprescindible porque estamos en verano, pero con mucha familia es una ayuda considerable, y aunque hubo que esperar para arreglarla, otros 90 ? que se volatilizaron. Siguió la cocina de gas, cuyo presupuesto asciende a más de 250?, de los que se pagaron 35 por el transporte, un poco caro teniendo en cuenta que un taxi no llega a 25. Al final tendremos que cambiarla porque no compensa, pero habrá que esperar a tiempos mejores, y como los males nunca llegan solos, ahora le ha tocado al lavaplatos. Total, que lo que demuestra es que las marcas actuales son malas a rabiar, pues ahí sigue una nevera Liebher desde hace 34 años y tuvimos una lavadora General Electric que duró 27.

Todos estos aparatos ofrecen una vida más confortable y benefician en el trabajo de la casa, pero los pensionistas vivimos con lo justo, y no hay ayudas que aminoren estas eventualidades. Se supone que eso es lo que debería hacer un estado del bienestar y solidario, pero el que tenemos es chapucero, remendón, y lleno de mandatarios aprovechados y vividores que solo saben pronunciar palabras huecas.

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