Escribir sobre determinados personajes me resulta bastante fácil y en el caso de este con el que conviví día y noche cerca de doce años, mucho más, pues fue mi jefe, don Leocadio Ramos González.

Cuando llegué de la Península con apenas 18 años, me contrató inmediatamente, pues era un hombre inquieto con muchos sectores que abarcar y necesitaba a alguien de confianza. En aquella época nos ocupábamos de una fábrica artesanal de fibrocemento, de la compra venta de propiedades y de galerías de aguas. Después nos sumamos al sector agrario, abarcando plantaciones de tomates y papas en lo que es hoy Santa María del Mar, y cuyos productos se exportaban a Inglaterra. Por último, nos ocupamos también del sector alimentario, concretamente con la fábrica de galletas Himalaya, de la que años más tarde fui gerente.

En abril de 1953 falleció mi padre en Jaén, como mi madre tenía en Tenerife a sus padres y a mi abuela con una enfermedad grave, y a pesar de que en aquella capital nos iba muy bien, prefirió levantar el campamento y regresar a su tierra. Don Leocadio se convirtió entonces en un segundo padre más que en un jefe, y me cogió con tal aprecio que me hizo sentir como un hijo más. Fui su mano derecha y en quien depositó su confianza para la administración de todos sus negocios, por lo que siempre traté de corresponderle comportándome responsablemente.

El mote de Chirijer le viene de cuando fue canalero en Igueste, en la galería de agua del mismo nombre. A lo largo de la vida son pocas las personas que he conocido con una inteligencia tan natural y con gran capacidad de abarcar tan distintos negocios. Era un hombre honesto y servicial que se ganó la confianza de grandes nombres de la época, propietarios de fincas y gente de apellido notable como el marqués de la Florida, el marqués de la Candia, don Leopoldo Cólogan, doña Josefina Benítez de Lugo, la familia Machado, Pontes, Brier, Dehesa, los Olsen, Santaella, Melchior, Christian Solhein, Rodríguez Martín, Cristóbal Marrero, Pedro García? Todos le tenían un gran afecto y le consultaban cómo estaba el mercado.

Su inquietud le llevo a convertir la pequeña fábrica de fibrocemento en una de las más importantes del país. Fibrocementos Canarios se asoció a una filial de Uralita y se trasladó a Málaga, cuya maquinaria de planchas producía en una semana todo el consumo de las Islas. No tuvo oportunidad de estudiar, pero tenía una relativa preparación cultural, pues leía mucho, sobre todo el ABC y el Arriba, Pueblo. Dentro de su carácter serio y responsable también había cabida para la simpatía y le encantaban los chistes. Tomábamos café diariamente con Bencomo y Talavera, los jefes del Canal la Unión, y aprovechaba el encuentro para contarles el último.

El secreto de su capacidad de trabajo estaba en madrugar a diario. A las 6 de la mañana venía a buscarme, pero antes ya había pasado por la fábrica. Me dejaba en la oficina y pasadas las 7 de la mañana llamaba para que fuera a desayunar con él en una tasca del mercado donde se cerraban negocios. Vuelta al despacho hasta la parada para el almuerzo en Casa Ramira, en Puerta Canseco, con menú de potaje, tollos, carne con papas y asadura. Más de diez años seguidos comiendo allí. Después le acompañaba a la plaza Weyler, considerada entonces la bolsa de negocios de Tenerife, pero sobre las 4 volvía a la oficina a continuar la faena hasta un poco más tarde.

Era un hombre de buenos sentimientos. Estando yo de luto también murió su padre, y le compré una corbata negra, entonces con los ojos rayados de lágrimas me dijo: ¡ya estamos iguales! Pese a ser un día tan triste no sé por qué siempre pasa que a la gente le entra la risa, y nosotros tampoco pudimos contenernos, hasta el sacristán del Cristo cantó con tal desentono que provocó la hilaridad de toda la iglesia.

Mucha es la vida que queda por contar. Su mayor regalo fue la amistad, aunque también recibí un solar junto a su casa en Barranco Grande, donde construí la mía para casarme y formar una familia. Espero que sus nietas lo recuerden, pues nunca lo olvidaré.

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