La diferencia entre Franco, el dictador que ganó una guerra civil de tres años y mandó en España como dictador durante cuatro décadas, y una cualquiera de las muchísimas víctimas de la Guerra Civil, de un bando o de otro, es que Franco no fue una víctima sino que, al contrario, fue el que, tras la contienda, siguió ordenando fusilamientos, encarcelaciones y persecuciones de todo tipo. Él no fue víctima, pues, las víctimas fueron los otros.

Así lo han considerado historiadores, estudiosos de la contienda y de lo que siguió. De manera que su entierro en el Valle de los Caídos, ocurrido con honores de Estado tras su muerte en noviembre de 1975, fue al menos una anomalía administrativa, pues se suponía que ese panteón exagerado, en el que se produjeron, de nuevo, otras víctimas entre los encarcelados políticos que lo construyeron en los años 50, estaba destinado a los caídos en la guerra. Para eso es el Valle de los Caídos.

El Valle de los Caídos fue inaugurado un 1 de abril, fecha en que el bando nacional conmemoraba su triunfo en la guerra. No hubo duda nunca de que ese promontorio hecho memoria aludía tan solo a una parte de los caídos. A lo largo del tiempo se maquilló ese propósito para habilitar sitio, sin permiso de los familiares, para muertos del bando republicano. Pero Franco, por decirlo así, se coló en la nomenclatura de los Caídos del Valle sin haber sido verdaderamente alguien que hubiera sido muerto en la contienda.

Quien sí fue enterrado ahí por derecho propio fue otro importante caído en la contienda, José Antonio Primo de Rivera, arquitecto ideológico de la revuelta contra la República y fusilado por el mando republicano.

Desde hace al menos una década la ley de la Memoria Histórica, los diputados de las Cortes, instancias internacionales como la ONU y organismos defensores de los derechos humanos han dejado constancia de su oposición a que el cadáver de Franco siga en el Valle, compartiendo con las víctimas un honor que, en puridad, a él no le corresponde, pues es evidente que no fue una víctima de la guerra, sino de una larga enfermedad retransmitida en directo a toda la población durante semanas y meses de agonía.

Ahora el Gobierno socialista ha dictado un decreto por el que se cumplen las normas de las leyes dictadas sobre el ejercicio de la Memoria Histórica, ratifica lo declarado por el Congreso de los Diputados y también hace caso a la ONU. El escándalo ha sido monumental, al que se han adherido incluso partidos o asociaciones, de jueces, por ejemplo, que no son tenidos por franquistas. Con toda libertad se produce, naturalmente, esa oposición o se plantean esas dudas sobre la conveniencia de apartar al dictador de los honores que pretende cumplir el Valle de los Caídos.

Pero, a juicio de muchos, lo único que ha hecho el Gobierno es cumplir con la ley. Es lógico que la familia de Franco prefiera no tener la responsabilidad de buscarle sitio a su pariente en sus panteones fúnebres. Y es lógico que la oposición urda campañas para desacreditar a los que mandan, al revés ocurre también. Pero la razón de Estado y el sentido común colaboran para que nadie dude de que esta anomalía, el dictador enterrado fuera del ámbito que merece alguien que no fue, como los demás, víctima de la Guerra Civil, tenía fecha de caducidad. Demasiado tiempo ha tardado un gobierno democrático en cumplir las leyes democráticas. Que algunos partidos políticos reprochen al Gobierno la urgencia con que se ha tomado esta medida pone de manifiesto otra anomalía: hace más de cuarenta años era urgente interrumpir esta irregularidad. Franco no es una víctima. A él mismo le hubiera resultado raro, imagino, ser considerado como tal. Fue el dictador, fruto de su triunfo fue su larga vida mandando.