Ya no me vale hacer zapping, ni la tecla de escape del ordenador. Los canales televisivos permanecen anclados en el siglo pasado y en la figura del Vigía de Occidente, el Generalísimo Franco. Puedo apagar el receptor, pero el General me seguirá como un fantasma (sábanas blancas y grilletes incluidos). Puedo entrar en las redes sociales y don Francisco es trending topic. El virus F no debe desviar mi atención de los casos que, a fin de cuentas, me dan de comer. Tengo encima de la mesa un teléfono y el plan de actuación en un seguimiento esta noche. Se trata de la hija mayor de una amiga de una amiga. Nada que ver con mi versión en femenino del mensaje subliminal del grupo Objetivo Birmania, y su estribillo de las amigas de mis amigas son mis amigas (aunque me hablen dulzuras a la luz de la luna). La chica tiene dieciséis años y ha quedado con sus compis para salir a una verbena en las fiestas del pueblo. Logré colocar un dispositivo de geolocalización en el smartphone de la chavala y pretendo pasarme la noche bailando al son de la banda (salvo que lleguen Los Gofiones y manden a parar) y vigilar, sin ser detectado, hasta que la cría llegara a casa. Son dieciséis años y demasiadas manadas sueltas. Si había problemas intervendría y mandaría un mensaje en clave similar al que Franco envió a Kindelán cuando el Dragon Rapide llegó a Casablanca: "geografía poco extensa". Significaría que las circunstancias no eran lo suficientemente favorables. Este es un problema que mis padres nunca tuvieron durante mi infancia, como decían mis abuelos: esto con Franco no pasaba. Y, en el patio del colegio, poníamos letra al himno nacional: "Franco, Franco, que tiene el culo blanco porque su mujer lo lava con Ariel, doña Sofía lo lava con lejía mientras el Borbón lo lava con jabón".

En este siglo, el Franco que nos debía preocupar es el que perdimos. Con el que negociamos nuestro futuro, y que se remonta un siglo antes de que la vida alumbrara al Caudillo. Recuerdan los viejos del lugar que en las islas existió un sistema de imposición tributaria y arancelaria diferenciada del territorio nacional, presidido por los principios de libertad comercial y fiscal, que originó la creación de los Puertos Francos en 1852. Los comercios de la comunidad hindú se hicieron ricos, nuestros abuelos viajaban a la Península sin preocuparse del descuento del 75 % bien surtidos de radios y cartones de tabaco para venderlos allí. Ese Franco fue un pilar de la economía. La situación se mantuvo hasta la incorporación de España a la Unión Europea en 1986, que mandó a Franco al garete. Nunca superamos la pérdida de nuestro estatus privilegiado de Puerto Franco. Echo de menos a ese Franco.

Me río con la ocurrencia de una plataforma representante del Matrix de la posverdad catalana y de la propuesta al Gobierno de pintar de amarillo la gigantesca cruz del Valle de Los Caídos para que pueda verse resplandeciente desde Pirineos a Despeñaperros. Los grupos de extrema izquierda van a presentar una Proposición de Ley para que el Gobierno de España pida a su homónimo italiano que medie para que el grupo inversor Elliott, que ha tomado el control del AC Milan, retire de los libros de historia futbolística el nombre de Franco a su histórico central Baresi. La CUP insta a la revolución y el FC Barcelona, alentado, pide que se le de por perdido al equipo transalpino la Champions del 94 (aunque en aquel partido jugado en Atenas no estuviera Franco). De igual manera, el Presidente de la República Francesa, Emmanuel Macron, debía borrar cualquier referencia a los francos en los libros escolares y pasar a la época merovingia. Si necesitaban asesoramiento, los historiadores de la Generalitat les brindarían su apoyo a cambio de la entrega de la Catalunya Nord: Rosellón, Vallespir, Conflent, Cerdaña y Capcir.

Paso página y me encuentro de nuevo en el bucle. El periodista y escritor Máximo Pradera solivianta a los internautas canarios desde su cuenta en Twitter al proponer que los restos del ex Jefe del Estado sean llevados a la base de Gando, el lugar de donde nunca debió salir. ¿Enterrar a Franco en Gran Canaria? Supongo que pedirán consejo (por seguridad) al presidente de la UD, Miguel Ángel Ramírez. La exhumación, a falta de un tema veraniego icónico como el Despacito (nada es igual desde que Georgie Dann desapareció de nuestras vidas), es la cortina de humo en que nos vemos envueltos tres generaciones a las cuáles nos trae al pairo la polémica. ¿Quién se encargará de la exhumación? ¿Teletransportaremos del pasado a Howard Carter que murió un mes antes del fin de la guerra civil? ¿Servirá su experiencia en la excavación en el Valle de los Reyes en el Valle del Caudillo? Y si no consiguen dar en el pasado con Mr. Carter, ¿caerá la maldición del Caudillo sobre aquellos que decidan y ejecuten profanar su tumba? Aunque, ¿y si el personaje no está enterrado donde se supone que está enterrado? Tengo la impresión de que si pulso RTVE 1 y aparece Rosa María Mateo, estaré en 1975. Quizá en el Ministerio del Tiempo británico, la recientemente elegida Margaret Thatcher se ocuparía de que el Brexit nunca tuviera lugar, el nacimiento de Angelina Jolie sería un mensaje divino y la fundación del software Microsoft por Bill Gates y Paul Allen sería el arma de reinvención masiva. Y siempre nos quedará la frase de Arias Navarro: "Españoles, ¡Franco ha muerto!" Pero repito, ¿y si no está enterrado allí? ¿Y si no hubiera muerto? Me preocupa que uno de los Jueces Estrella de la Movida, Baltasar Garzón solicitara, en su día, el certificado de defunción del Generalísimo de los Ejércitos. ¿Existían dudas razonables? ¿Y si hubiera muerto y decidiera resucitar 43 años después? Sus acólitos se agolpan en Cuelgamuros negando cualquier salvación de España sin Franco. Según ellos, sin el Generalísimo, ningún español puede responder a las preguntas claves: ¿qué puedo hacer?, ¿qué debo hacer? y ¿qué puedo esperar? El cielo se ensombrece con aguiluchos que recitan: En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.

Reviso redes sociales saltando los 3.000 metros obstáculos, ría incluída, de esta sobredosis franquista. Un buen amigo pretende, treinta años después, encontrar a su novia del instituto. Perdió su pista cuando entró en la universidad (otros pierden la acreditación de sus master). No quiso seguir mi recomendación de que hay demasiadas mujeres (y/o hombres) como para regresar al pasado. Y suena una canción franquista de esa época. Entonces, se aproximaba mi cumpleaños, y una amiga me quiso regalar un LP. Me preguntó mis preferencias (Duran Duran, Spandau Ballet, Culture Club o Dire Straits). Sin embargo, cayó el último de Franco. Insólitas canciones que hablaban de temas diferentes, fuera de las ñoñerías de amor, desamor, el veranito, tus ojos, mi boca, tu sonrisa y menea el cuerpo arriba, abajo y demás bobadas. Franco Battiato recitaba palabras que entonces no entendí, pero tuvieron el efecto de un fascinante martillazo en mi cerebro adolescente. La voz de Franco se salía de lo normal; no era precisamente melódica, ni bonita pero poseía un extraño encanto. Cuando vi el videoclip en la MTV me convulsionó su apariencia extravagante: larguirucho, flaco, nariz aguileña inmensa, gafas de pasta negra y pelos alborotados. Un leptosómico vestido de chaqueta y corbata con pinta de maestro. Aquel Franco no era de Ferrol, sino de Sicilia. Sonrío al recordar la versión que Martes y Trece hizo de Yo quiero verte danzar, con Josema Yuste disfrazado de Franco con una gabardina, sentado hierático en el suelo del escenario y con unas gafas con nariz de Groucho Marx. Mientras, al fondo, aparecía Millán Salcedo vestido de gallina psicodélica, haciendo los coros y bailando como un robot.

Ahora, debo ponerme guapo para salir de marcha a controlar a la hija adolescente de mi clienta. Mañana intentaré encontrar a la primera novia de mi amigo, inserto en la crisis de los cuarenta. Y si alguna persona me propone encontrar a Franco (a cualquier Franco), le contestaré con uno de mis lemas insuperables: ¿de cuánto dinero estamos hablando?