Carlos Marxino era un niño ciertamente especial, con algunos defectos para un mocoso de 11 años y muchas virtudes si el tiempo lo adelantara hasta los 18. Entre sus pasiones se encontraba la de cuestionar absolutamente todos los planteamientos que consideraba injustos en su sociedad, que no era otra que el colegio y su barrio. Desde muy pequeño, su sentido de la justicia sorprendía a propios y extraños, con conclusiones atemporales que no correspondían con la inocencia de su edad. "Qué niño más raro", era el comentario más habitual entre pequeños y mayores. Leía hasta límites insospechados, teniendo como autores de cabecera a teóricos como Hegel, Rosa Luxemburgo, Gramsci o Bakunin, mentes prodigiosas que acompañaban sus tardes y noches de apasionada lectura. "¿Hijo, no prefieres ojear álbumes de fútbol o ver partidos del Real Madrid?", repetía continuamente su madre mientras observaba con envidia a los niños jugando en el parque. "No, eso es el opio del pueblo", contestaba de manera robotizada. Fundamentaba, con voz infantil, cada una de las críticas que realizaba a padres, profesorado y trabajadores públicos, con anécdotas tan elocuentes como preguntar el salario de la señora de la limpieza, ayudar al barrendero de su barrio en un día de servicios mínimos o pedir en el ayuntamiento una cita con el alcalde para exigir una biblioteca con más ejemplares. Carlos entendía el colegio como una sociedad donde los directores y los del AMPA eran la clase dominante, cuya labor excedía en ocasiones su espíritu de servicio educativo al favorecer a ciertos alumnos por su condición económica, sobre todo, en colegios privados, donde los medios de producción de la enseñanza estaban en manos de los directivos docentes. Por otra parte estaban los estudiantes, la clase sometida, los encargados de la riqueza educativa de una sociedad y mantenedores de su futuro. No obstante, en los centros públicos, como el de Carlos, un importante número de estudiantes se encontraban en riesgo de pobreza, por lo que el agravio era mayor, rasgo que fue tildado por Carlos como "lumpenescolares". Elucubraba en tutorías y prácticas asimilando que la educación derivaba de factores económicos, no de valores espirituales. Imagínense al pequeño Carlos comentándole al jefe de estudios su método dialéctico sobre la educación, más si cabe cuando completó un ensayo sobre la necesidad de eliminar la enseñanza privada del sistema actual y designar a una clase administradora perteneciente a la estructura de la comunidad autónoma. Demostraba que, si el Gobierno de su comunidad es un proveedor que satisface las necesidades del pueblo, la lucha entre escolares ricos y pobres llegaría a su fin, y de esta manera se construiría el sistema educativo ideal. No soportaba la desigualdad, que existieran compañeros sin un bocadillo en el recreo o que los niños se rieran porque el del pupitre de al lado llevaba unos tenis baratos. Así, junto a su inseparable amigo Federico, decidieron crear la Liga de los Niños Justos, que se encargaba de recopilar bocadillos y dulces en las casas de sus familiares para dárselos a los que menos tenían eliminando las diferencias socioeconómicas en los recreos. Federico, de apellido alemán Engels por parte de padre, se convirtió en el sostén de Carlos, realizando la mayor parte de los trabajos de clase juntos. Ganaron un premio literario juvenil con su primer estudio en común, "Crítica de la crítica crítica: contra Bruno Basel y compañía", en el que los jóvenes autores atacaban a los abusadores que pegaban a los más débiles en los colegios del barrio. Sin duda, el germen de la que sería su obra cumbre en el instituto, que le valió un cum laude en Filosofía: "El manifiesto del estudiante". "Cuando la profe se iba, ellos se subían a las mesas arengándonos a exigir a los directores y jefes de estudio que nos pusieran más clases extraescolares y actividades gratuitas. Nos pedían que no cejáramos hasta conseguirlas, vociferando que la peor lucha es la que no se hace, y cosas así", explica un alumno. Todos recuerdan el día en el que ambos consiguieron que la guagua llegara hasta el pueblo más alejado del municipio para evitar que los niños con menos recursos tuvieran que venir caminando al colegio. Los que antes se reían, ayer los admiraban; los que hoy dudan, mañana les darán la razón. Así se escribió la imaginaria leyenda de Carlos y Federico, dos soñadores que, a su manera, cambiaron la historia. El resto se encuentra en sus "Obras Escogidas".