Sant Llorenç des Cardassar es hoy otro pueblo. En cuatro horas, la lluvia transformó este martes 180 grados la vida y la apariencia de este pacífico enclave del oriente mallorquín. Esta noche, los vecinos respiran tranquilos porque todo pasó y lloran a los que ya no están.

Ni siquiera el arcoíris se atrevió a salir entero cuando, en la tarde, del miércoles las lluvias iban dejando paso al sol en el cielo de la región de Artà, que ha sufrido las lluvias más torrenciales que recuerdan los lugareños mientras caminan a tientas por las calles semioscuras de Sant Llorenç.

La zona cero, y la menos iluminada, es el torrente, cuyo caudal, dicen los habitantes del pueblo, subió hasta tres metros arrastrando todo tipo de objetos y muchos coches que hoy se amontonan en los márgenes y calles aledañas como si un tsunami hubiera pasado por esta localidad sin mar.

"Cada cuatro o cinco años se desborda", afirma en una plaza un hombre propietario de dos coches que se han esfumado como por arte de magia. Señala los lugares donde estaban aparcados mientras intenta sacar del garaje un tercero, un descapotable antiguo completamente mojado.

"...pero no así", añade para recordar a las víctimas, una de ellas conocida suya y cuyo pequeño de cinco años está aún desaparecido. A pocos metros, una reportera espera a entrar en directo por televisión, prácticamente sola en medio de la plaza de este pueblo que anochece bajo un silencio solo roto por el ruido de camiones y el chirriar de hierros.

Los pocos vecinos que aún deambulan por las calles afectadas, completamente cubiertas de barro y bloqueadas a veces por montañas de muebles, electrodomésticos y ropa embarrada, se topan también con los militares de la UME, armados de palas y buscando a alguien que requiera ayuda.

Pero muchos han optado por irse a descansar, explica un soldado ocioso por unos minutos pero con el firme propósito de quedarse toda la noche ayudando, hasta que le llaman para descargar agua y comida en un centro logístico que se ha improvisado dentro de un local municipal.

Es uno de los pocos edificios iluminados de esa zona del pueblo, donde hay que moverse con la linterna del móvil intentando no resbalarse con el fango, y allí trabajadoras sociales ordenan la comida y la bebida y la reparten a los vecinos.

También dan ropa y mantas, aunque no han tenido que alojar a nadie en el centro porque los afectados, explican, han conseguido encontrar un techo en casas de vecinos o familiares.

En una de las calles que cruza el torrente, que hoy discurre pacífico con apenas unos dedos de agua, dos mesas sirven de improvisado estudio radiofónico a los periodistas que relatan la última hora de la tragedia. Allí llega la presidenta balear, Francina Armengol, para entrar en directo, con cara triste y cansada, como una vecina más.

Doscientos metros más lejos, a las afueras, el silencio del pueblo da paso al sonido de los grillos y algunos bomberos, guardias civiles y trabajadores sociales se preparan en el centro de coordinación de emergencias para afrontar un nuevo día de desescombro... y duelo.