Las uvas de la ira están dando en España sus mejores vinos. Exprimidas por el peso del fanatismo y de la incontinencia verbal, ayer nos ofrecieron un espectáculo inolvidable en un Congreso que, habiéndolo vivido todo, jamás había tenido tanta mediocridad.

Desde la tribuna de oradores de la Carrera de San Jerónimo se han dicho muchas burradas. Largo amenazaba al Gobierno de la República con el levantamiento de las masas obreras sin saber que sería un militar el que acabaría con el sueño republicano. Y hasta un teniente coronel de la Guardia Civil mandó a todo al mundo a echarse al suelo, pistola en mano, en la última y patética intentona de acabar con la convivencia de los españoles. Pero en pocas ocasiones se había visto el permanente nivel de virulencia que nos regalan cada día.

Al ministro Borrell le escupió ayer un diputado de Esquerra Republicana al marcharse de la Cámara. El interfecto aseguró después que no le había lanzado un lapo, sino que al resoplar le salieron las babas disparadas. Pero antes, Gabriel Rufián le había lanzado flemas a todo el mundo desde la superioridad moral de quien se enfrenta a los invasores de su patria.

El envilecimiento de la política roza ya límites estratosféricos. Borrell acusó a Gabriel Rufián de ir al Parlamento a verter "serrín y estiércol" porque es lo único que sabe hacer. Y este le llamó fascista e indigno. Desde las bancadas se levantaban los insultos como palomas negras. Y la presidenta del Congreso, que expulsó a Rufián, con quien se fue toda la bancada de ERC, certificó el naufragio abroncando a sus arrebatadas señorías por la degradación del ejercicio parlamentario.

No sé cuándo se olvidaron que están ahí para representar a los ciudadanos y no a sus bancadas, a sus partidos o a sus líderes. No sé en qué momento perdieron de vista que están allí para solucionarlo todo y no para encanallarlo todo. El ejercicio de la vida pública se mueve en un gigantesco vertedero de mentiras, insultos, grabaciones impresentables y trapisondas de partido. El descrédito es tan enorme que a los ojos del común de la gente todos son exactamente iguales.

Hablamos, pomposamente, de que Europa está en peligro, agrietada por el populismo italiano y el egoísmo británico. Pero lo que está en peligro es nuestra propia democracia. Cataluña se ha convertido en una pústula sangrante que no tiene cura conocida. Ante la magnitud del problema ya no vale, como decía Ortega, "conllevarlo". Hemos pasado el punto de no retorno, como esos aviones que intentan despegar y en un momento dado ya no tienen otra que ponerse en el aire. El separatismo es una enfermedad autoinmune de España que está infectando su vida. La gente tiene cada vez más temor. Y solo escucha insultos, demagogia y extremismo. Todo bombero sabe que los fuegos o se apagan rápido o se vuelven incontrolables. Y me temo que este incendio solo acabará en cenizas.