Observaba el otro día, en una sala de espera cualquiera, a las personas de mi entorno, enfrascadas en la manipulación de sus peligrosos artilugios. Muy cerca de mí había un adolescente sentado en una silla de ruedas, mientras su padre, debía serlo por su conducta, se sumergía en los intrincados corredores de la telefonía móvil, esa que ha conseguido erradicar la lectura de un buen libro, a cambio de insulsas historias que rayan en el mal gusto, editadas para crear la jocosidad en los manipuladores, que se aíslan de tal manera, como pude contemplar viendo el muestrario gestual del adolescente impedido, supongo que circunstancialmente. El caso fue que estaban tan enfrascados en sus tareas que me respondió con un desganado monosílabo cuando de forma educada le inquirí para saber el orden de llamada. En la misma situación vi a otro aspirante a adulto, sentado en el escalón de una vivienda, manipulando desaforadamente su artilugio, como si le fuera en ello la vida misma.

A la vista de todo, no pude resistirme y evocar la histórica película de John Sturges para la Paramount, interpretada por Burt Láncaster y Kirk Douglas en sus respectivos papeles de Wyatt Earp y "Doc Holliday"; teniendo como oponentes a los malos malísimos de los hermanos Clanton, que tienen dominado a todo el pueblo de Tombstone y acollonado a su sheriff, hermano de nuestro protagonista, al que tiene que ir en su ayuda para poner orden a sus desmanes.

Puedo recordar, porque fue el punto de partida de un argumento, que la película en sí tuvo muy buena acogida, teniendo en cuenta el gusto del público de entonces hacia el género western. En ella pudimos ver a un ágil ex trapecista de circo en su papel de pacificador, y al genial dentista tísico Doc Holliday, jugador empedernido de cartas, que le brinda su ayuda al héroe, y forma parte del apoyo que necesita para vencer a los malísimos Clanton. Tiros aparte, el triunfo del bien sobre el mal, constituían la metáfora de estas series de filmes que colmaron los gustos del espectador durante muchos años, desde la mítica "La Diligencia" de John Ford.

Extrapolando los recuerdos y comparándolos con los actuales, podemos observar que la ciudadanía, en general, ha tomado posesión de una nueva arma -el móvil- que le supone como a los pistoleros de antaño, un objeto muy eficaz e imprescindible de defensa y comunicación, capaz por sí sola de originar más malas consecuencias que con el fuego graneado de dos revólveres Colt 45. Así lo vi yo en el rostro del joven acurrucado en el escalón de una casa cualquiera en una esquina de la ciudad, o del otro, impedido en una silla de ruedas con todo un repertorio de gestos de aprobación mientras tecleaba el artilugio, al tiempo que su padre, el de los monosílabos como respuesta, se aislaba de igual modo pulsando el minúsculo teclado del telefonillo para desconocidas peticiones de imágenes. Resulta banal tratar de contabilizar estas actitudes, por cuanto que la mayoría de la gente no porta consigo un buen libro para leer en la habitual espera interminable, propia de todos los servicios públicos, y más aún los de Sanidad. Si tratas de sacar un libro que lleves contigo, consigues que la gente te mire como a un bicho raro, mientras razonan despectivamente que no estás a la moda de la comunicación. Esa que aleja la juventud de los libros de texto, o de las novelas formativas o de simple evasión. A medida que discurre la vida, la incomunicación entre los seres humanos resulta cada día más precaria, por no decir ausente, y en plena era de las comunicaciones, resulta paradójico que las relaciones entre dos racionales se limiten a una serie de letras, mal escritas por las nuevas abreviaturas, para ahorrar signos, en las que se han olvidado hasta de las reglas básicas de la ortografía, en las que uno mismo se considera en proceso de aprendizaje permanente. Un aprendizaje por el que permitimos a un menor manipular como propio cualquiera de estos aparatos, que son armas contemporáneas más peligrosas que los pistolones empuñados en las películas, y que están minando la educación y el carácter de todas las generaciones; ajenos por completo a la lectura de la fuente del conocimiento que constituyen los libros.

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