El día después de una cita con las urnas sueles cruzarte con un montón de conocidos que afirman no entender lo sucedido. Lo típico. "¡Mira lo que ha ocurrido!", "¿Cómo han sacado tantos concejales?", "Yo no los voté"... Vamos. Un reguero de lamentos que engrandecen el viejo dicho popular de entre todos la mataron y ella sola se murió... Eso, más o menos, es lo que acaba de pasar esta semana con Vox. Si nadie afirma ser un posible aliado de la ultraderecha, si presuntamente nadie es lo suficientemente machista, por no usar otro calificativo de mayor gravedad, para permitir que esta ley de violencia de género resista las embestidas de asesinos y maltratadores, si nadie admite ser un supuesto xenófobo o racista en asuntos asociados a la inmigración... ¿alguien me podría explicar de dónde demonios aparecieron esas 395.978 papeletas?

¿De qué sirve ahora rasgarse las vestiduras o abrirse el pecho en canal lamentando algo que ya no tiene solución? Vox ha entrado en el antiguo hospital de las Cinco Llagas de Nuestro Redentor de Sevilla de una manera legítima: siguiendo la misma receta de calentura popular que les otorgó a las hordas moradas lideradas por Pablo Iglesias un puñado de escaños en el Congreso de los Diputados. Este es un país donde abunda la gente de gatillo fácil y gargantas calientes; ciudadanos que no necesitan la jornada de reflexión para meditar. Acuden "encochinados" a los colegios electorales y luego pasa lo que pasa. ¡Un día de estos van a hacer presidente a "Paquirrín"!