Estanterías copadas de obras de arte. Tomaban vida propia desde el momento en el que alguien fijaba su mirada en ellas. Libros, manuales, miles de ejemplares y autores. Conocidos y desconocidos. Con ánimos y pesadumbres; subversivos y calmados; de colores y tamaños diferentes, pero libros, al fin y al cabo, libros. Todavía quedan quienes siguen empeñados en conservar esas viejas librerías que no reciben ni pesetas, pero que te revierten miles de satisfacciones. Literatura hispanoamericana, histórica, poesía, cientos de géneros deseosos de ser consultados. Algunos huérfanos, otros devorados por el fenómeno de los best sellers o el negocio de los Premios Planeta. Otros, diamantes de tapa dura que no tuvieron la suerte de una buena editora, pero, al fin y al cabo, libros. Tan necesarios y a la vez tan prescindibles. Qué pocos votos dan como para invertir en ellos y enseñar a la sociedad su jerarquía; más rotondas y menos libros, quieren los eruditos de las papeletas. Tomaba un café mientras buscaba a Iriarte, Viera y Clavijo, Pedro García Cabrera y Rafael Arozarena entre los volúmenes apilados en la librería de García e Hijos, uno de los pocos supervivientes al fenómeno de los ebooks y Amazon. Tomás recomendaba a los nóveles los beneficios literarios de los escritores canarios actuales. Era como un farmacéutico que recetaba jarabes y pastillas para según qué dolencia. Ese día me senté en la butaca cerca de la estantería Novela Canaria. Mi idea era ver y escuchar las lecciones del viejo Tomás a dos futuros lectores -porque no le gustaba llamarlos clientes- que acababan de entrar por una pequeña puerta cuyo cartel rezaba: "Leer tiene una sola contraindicación: te ayuda a ser libre". Tomás le explicaba, con alma de escritor y herramienta de librero, la fabulosa aventura de leer a Mariano Gambín y adentrarse en un apasionante viaje de suspense e intriga por los recovecos misteriosos de La Laguna. "Ira Dei", así repetía ante la expectación de los dos aprendices de lectores. "Si hay un escritor que por obligación deben conocer es Alexis Ravelo. Amigos, agita conciencias a través de una escritura proletaria con dosis de altanería y proyectiles de palabras llenas de memoria social, todo, aderezado con ese estilo tan propio del que fue lector empedernido antes de atreverse con la libertad que dan las teclas del ordenador; es bueno en el cuento y en el microrrelato, pero lean ''Los milagros prohibidos'' y vean cómo se rompen los tópicos del espíritu de la reconciliación nacional", explicaba mientras sostenía un ejemplar de "La estrategia del pequinés". "Señor, gracias por las explicaciones, pero tenemos que coger en breve la guagua para ir a La Orotava", respondían los clientes. "Muy bien, quien mejor que Juan Bosco para adentrarse en una obra sin igual, para mí, de las mejores que he disfrutado: ''La Lista''. Es un viaje en el tiempo y en la justicia, con recreaciones históricas en la Villa que no se olvidan; una delicia desde el principio hasta el final". Era un regalo asistir a esa representación del mejor comercial de los escritores canarios, un embajador en su propia tierra. "¿Y a Cecilia Domínguez, no la conocen? Poesía y prosa, bondad y calidad literaria en partes iguales dan como resultado maravillas como ''Los niños de la lata de tomate'' o ''Cuadernos del Orate'', porque ella es compromiso y pasión, que lo comprobé tras entrevistarla antes de recibir el Premio Canarias". Y así, autor por autor, un minuto tras otro de una devoción un tanto sorprendente para los futuros lectores, que decidían ahora qué libro llevarse. Escogieron bien, y optaron por "Todos los días son de Raquel", de Carlos Cruz García, y "Hambre", de Alberto Vázquez-Figueroa. Pero lo más importante, sin duda, fue convertirme en espectador de la verdadera lección de canariedad y justicia de un hombre de casi 80 años que hacía la mejor muestra de patriotismo: entusiasmar a la lectura. "Algún día, aunque lejano, los que gobiernan por nuestra culpa se darán cuenta que con ellos, todos somos mejores", concluía con tono cervantino.

@luisfeblesc