Ya está hecho. En Andalucía habrá Gobierno del PP con el apoyo de los votos de la ultraderecha que representa Vox. Y desde la izquierda ha surgido un clamor acusando a los conservadores de plegarse ante los radicales por la ambición de gobernar. Es exactamente el mismo argumento que el PP manejó para reprochar a Pedro Sánchez y al PSOE que accedieran a la Moncloa a través de una moción de censura apoyada en los votos de los extremistas radicales que quieren declarar una república catalana soberana, cargándose el actual Estado español. No me tiznes, le dijo la sartén al cazo.

Sostiene el aquí presente que el último gran presidente que tuvo este país fue Felipe González. Y que después todo ha sido un lánguido atardecer de la razón. Porque hubo un tiempo en que se gobernaba pensando en los ciudadanos y no en el puro interés electoral de los partidos políticos. El poder hoy no es una herramienta de cambio, sino un fin en sí mismo que legitima cualquier medio para conseguirlo. Maquiavelo, como en las películas de zombis, ha salido de aquella tumba en la que le había enterrado Alfonso Guerra. Y la partitocracia reinante, fomentando el ascenso de los obedientes, de los disciplinados culiparlantes, ha elevado la mediocridad al liderazgo.

Oskar Lafontaine predijo con lucidez que si los grandes partidos europeos, liberales y socialdemócratas, no eran capaces de sintonizar con los ciudadanos, terminarían fomentando que la sociedad descontenta creara nuevas formas de hacer política. Es lo que ha pasado. Los diputados y senadores en España no responden ante los ciudadanos que les eligieron, sino ante los partidos que les incluyeron en las listas. Y así les luce el pelo a unos y a otros. La sociedad del bienestar insatisfecho está reventando las costuras de la política y creando movimientos que derivan en nuevos partidos. Y un electorado esquizofrénico, manejado por el vertedero de las redes sociales y los medios de comunicación descerebrados, ha convertido las encuestas en un papel mojado con muy escasa fiabilidad. Porque es francamente difícil sondear el cabreo.

Como el mal de muchos es un consuelo de tontos, podríamos refugiarnos en que este fenómeno es una epidemia que asola a toda la Europa de los ricos. Pero en nuestro caso tiene inquietantes derivadas. Como Fausto vendió su alma al demonio, los partidos moderados están entregando sus valores a los extremismos de izquierda y derecha a cambio de conseguir un poder efímero y cautivo. Darles ese protagonismo es inyectar gasolina en el fuego. España se ha instalado en un guerracivilismo para el que parece genéticamente programada, abriendo las tumbas de su peor historia, liquidando el pacto de la convivencia que supuso la transición, fomentando el regreso a las tribus e instalando un discurso en el que cada grupo se cree en posesión de la verdad absoluta y considera a los antagonistas como una aberración moral. Estos son los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes hoy desmoronados.