Si la vida nos ha enseñado algo es que es muy fácil analizar las cosas que pasaron y muy difícil prever las que van a pasar. En la España de comienzos de los años 70, muy pocos ciudadanos podían imaginar que en unos pocos años la dictadura, a la muerte de Franco, iba a evolucionar hacia unas elecciones libres de representantes de los ciudadanos que elaborarían en el Congreso de los Diputados una nueva Constitución, la que se aprobó el seis de diciembre de 1978. Y que ese proceso daría paso a una democracia parlamentaria que nos ha permitido vivir en libertad y progreso hasta hoy.

En estos días suele ser motivo de conversación para muchas personas las similitudes que guardan algunas circunstancias de nuestro país con los años convulsos que desembocaron en un golpe militar y la caída de la Segunda República. Especialmente esa declaración unilateral de independencia de Cataluña y el empeño de una parte de la clase política de ese país en declararse república independiente y soberana, desgarrándose del Estado español. La gente habla del "guerracivilismo" de unos y de otros y de una sociedad que parece partida otra vez en dos mitades que no se escuchan ni se entienden. Ante los temores que a veces expresa alguien, siempre surge la voz sensata de quien asegura que la España de hoy es muy distinta de la del siglo pasado; que somos un país moderno, europeo y con una democracia consolidada. En suma, que las cosas que pasaron no volverán a pasar.

A quienes dicen eso no les falta razón. Pero están pasando cosas que son enormemente preocupantes. Y no solo en España, sino en toda Europa. Hace unos meses el presidente de la República de Francia, Enmanuelle Macron, expresaba en voz alta los temores que muchos ciudadanos comentan en privado. "La historia amenaza con reanudar su pasado trágico", dijo Macron. Para el presidente francés, la lección de la Gran Guerra fue que el rencor de un pueblo contra otra sólo produce una espiral de ofensas. Después del primer conflicto mundial, las heridas sin cerrar en los pueblos alimentaron el ascenso del nacionalismo populista segregador y el totalitarismo. Esos viejos demonios, dijo, han vuelto a caminar por una Europa unida en la que empiezan a surgir enormes grietas.

Estos días he asistido a la conmemoración de aquel horror que fue el Holocausto que vivió el pueblo judío a manos del nazismo. Desde la perspectiva que nos da la historia, hoy nos parece imposible que se produjera el genocidio de todo un pueblo en el corazón de la vieja Europa. Y nos estremece de horror visitar los campos de exterminio donde el asesinato se convirtió en una fría cadena de producción de muerte. Pero ocurrió. Y tal vez ningún ciudadano alemán, seducido por el populismo del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, el partido Nazi, fue consciente en su momento del monstruo que estaba alimentando con sus simpatías.

Cuando las sociedades atraviesan momentos difíciles, retos que exigen el esfuerzo de la solidaridad y el entendimiento, suelen surgir voces de quienes dicen tener todas las soluciones a todos los problemas. Y es un hecho preocupante que por toda Europa están surgiendo esas nuevas voces radicales, desde la extrema derecha y la extrema izquierda, que gritan contra los políticos y los partidos existentes, a los que consideran débiles, caducos y responsables de todos los fracasos y de ningún éxito. Gritan y gritan agitando cuestiones como inmigración, la inseguridad, el terrorismo islamista, los problemas económicos o las leyes que buscan acabar con la discriminación y la desigualdad entre los ciudadanos. Ese lenguaje radical e intolerante se vende en los medios de comunicación mucho mejor que el de la prudencia y la moderación. Y los ciudadanos se dejan seducir por el ruido y el espectáculo de un discurso que al final sólo fomenta el rechazo al otro, la ruptura del orden social y la desunión.

Somos miembros de una Europa que ha logrado un estado de bienestar sin parangón en la historia. Disfrutamos de paz, progreso y seguridad. Tenemos educación y sanidad universal que protege a todos con independencia de nuestro nivel de ingresos. Nos ocupamos de los menos favorecidos, disponemos fondos para auxiliar a las familias que lo necesitan, hacemos grandes carreteras e infraestructuras que fomentan el desarrollo económico. Y todo eso, que nos convierte en una sociedad ejemplar y en una excepción en un mundo donde desgraciadamente aún pervive el subdesarrollo más atroz, ha sido el fruto de la cooperación y la coexistencia de los ciudadanos y de los países que se reconstruyeron sobre las cenizas de un continente devastado por millones de muertos.

No. Ni España ni Europa están vacunados contra la involución y el auge de extremismos radicales. Los grandes partidos políticos, ocupados en zaherirse en una campaña electoral que no termina nunca, han arrastrado con su descrédito el prestigio de las instituciones de las democracias liberales, que han sido el motor del progreso y el bienestar. Ojalá que sepamos reaccionar. Ojalá que podamos condenar al olvido al verdadero enemigo de todos, ese ejército de voceros intolerantes, vendedores de un nuevo orden que consiste en romper lo que existe para construir después sus propias verdades milagrosas. Porque eso sí que nos lo ha enseñado la historia. Esas verdades siempre acaban en dictaduras autoritarias que terminan llevando a la ruina a los países y a las personas.

*Presidente del Cabildo de Tenerife