Internet, sus redes sociales y sus mensajerías instantáneas son un cúmulo de información y recuerdos maravillosos. Ayer me llegaba un wasap, donde nos recordaban al grupo de marras las reglas del fútbol de cuando éramos unos canijos. Allá donde las mujeres solo se sentaban a animar. Entonces, el gordo siempre era el portero y el partido se acababa cuando todos estaban cansados. Por muy desequilibrado que vaya el marcador, aquello se decidía por: "el que meta gana". No había árbitro y únicamente se pitaba falta si salía alguien llorando. El fuera de juego, ni existía. El partido podía terminar si el dueño del balón se cabreaba. Los dos mejores no podían estar jamás en el mismo equipo, y eran los encargados de elegir para su bando a los que estábamos pegados a la pared. Una de las grandes humillaciones era ser elegido el último; y aquí me acuerdo de mi amigo Mario, que era malo de solemnidad.

La barrera siempre estaba pegadita a la pelota. Eran partidos, muchos en la calle, en los que el juego se detenía, únicamente, cuando pasaba una madre con un carrito o una persona mayor. Los del curso de enfrente o los del barrio más cercano eran enemigos de por vida en aquellos tiempos. Los que no tenían ni pajolera idea de jugar solo aspiraban a ser suplentes o, como mucho, defensas. Cuando los mayores llegaban había que abandonar el terreno protestando, pero abandonarlo. El dueño de la pelota era un factótum que siempre te amenazaba con no dejarte jugar. Las porterías eran dos piedras o dos chaquetas de chándal. Cuando un equipo metía gol por encima del portero, el equipo contrario gritaba: "Alta", que solía dar resultado, al no haber larguero, para que el gol no valiese. Y si había un penalti, quitaban al gordo de la portería y ponían al mejor. Son recuerdos que nunca se olvidan, y menos cuando ahora pasas por cualquier campo de césped artificial. Ay señor, qué mayores nos estamos poniendo.

@JC_Alberto