El primer cuento que entró en mi casa fue Gustavito tenía un centavito, enviado desde Venezuela por uno de mis parientes allí. Se fueron, uno a uno, uno tras otro, en los años cincuenta de la miseria en España, y particularmente en mi tierra de Tenerife, en mi pueblo, el Puerto de la Cruz, y en mi barrio, la calle Nueva, en La Asomada.

A algunos de aquellos parientes los escuché en la madrugada rebuscar entre papeles que les buscaba mi madre; con esos papeles abordaban barcos misteriosos de los que nunca supe nombres ni destinos, pero florecía luego en las cartas que mi madre recibía la palabra Guaira como la expresión de un milagro.

Llegaban a La Guaira, el puerto de Caracas, y de inmediato se ponían a trabajar. Algunos hicieron dinero y otros no, alguno volvió, como mi querido tío Domingo, quien jamás perdonó que en una dedicatoria yo no le pusiera "tío Domingo". Él era así, locuaz y maravilloso, lleno de sueños (también de sueños políticos) y me parece también que es el tío al que más quise y, creo, que a pesar de todo aquello de la dedicatoria fue el que más aprecio me tuvo.

Domingo vino a quedarse y otros vinieron de vez en cuando. Una de las veces que vino mi tío Tomás, que era sereno y modesto, que no alardeaba, como otros tíos, de lo que había ganado o ganaba en Venezuela, fue por mi casa; era muy cariñoso con mi madre, su cuñada, y con ella tenía largas conversaciones que los hacían muy felices a los dos. Me acuerdo mucho de aquella relación profundamente afectiva y generosa, muy querida para ambos. Uno de esos días que visitó la casa se fue al patio en el que mi madre y mis hermanas siempre cuidaron tanto los helechos. Desde allí recuerdo cómo Tomás miró hacia adentro de la cocina. Mi madre, como la mayor parte de las personas que vivían en las casas del barrio, cocinaba con petróleo. Yo mismo fui muchas veces, de niño, a comprar el petróleo a una tienda viejísima, la de Otilia, siempre dispuesta a despachar.

La cocina de la casa, naturalmente, tenía las paredes negras del humo del petróleo. Y aquella negrura le debió impresionar a Tomás, acostumbrado seguramente a cocinas más modernas en Caracas o en Maracaibo. Así que miró hacia adentro y luego se fue por el pasillo de la casa, hasta la calle, despidiéndose con aquella voz cariñosa y tan isleña que había conservado en Venezuela.

Al día siguiente de esa visita, aquel hombre modesto y generoso tuvo un gesto que cambió por completo los olores de la casa y el color de la cocina. Él no lo había anunciado, pues no alardeaba ni de su generosidad ni de su probable fortuna. Lo cierto es que hizo enviar a mi casa la primera cocina de gas que hubo en aquel cuarto, donde aún se cocina y se recibe a la gente (entre ellos estoy ahora yo) que viene de fuera.

Ese gesto de Tomás, aquel cuento que también vino de Venezuela, la frecuencia con que las mujeres me pedían que yo les escribiera sus cartas a los maridos ausentes en Venezuela, y las noticias pequeñas y grandes, alegres o muy difíciles, que han venido y vienen de aquel país generoso, feliz y sufriente me han tenido siempre pendiente de Venezuela como si fuera mi país también, el lugar desde el que recibimos, aparte de ayudas materiales, la sensación de que nuestra familia nunca se había disgregado; gracias a mi madre, sobre todo, era una familia que vivía en la misma casa viviendo todos en lugares distantes del globo. Mi madre me dijo una vez: "Ya que vas a México, date un salto a Venezuela a ver a tus tíos". Ella los sentía al lado.

Aprendí muchas cosas de Venezuela. Entre otras cosas que aprendí había un joropo, que me sé de memoria. "Si no me dan de beber, voy a tirar la comida, porque yo sin la bebida no siento ningún placer". Estos días amargos, en que deseo para Venezuela libertad y paciencia para obtenerla, y paz y sobre todo alegría para disfrutarla, Venezuela está como nunca en el corazón. Y a los que luchan y a los que necesitan ayuda y afecto quería con estas líneas enviarles este joropo y mi amor por Venezuela.