Ángel González, el amado poeta que vivía y dejaba vivir, me hizo un regalo en forma de titular cuando apenas era yo una redactorcilla resabida, sección Cultura: "La peor censura es la que ejerce uno mismo".

Y qué razón tuvo siempre ese hombre irrepetible.

Consciente de la suerte enorme que tengo al poder escribir y publicar estas letras de urgencia, intento siempre no ofender a quien me importa. Pero sucede que, cuando más cuidado tengo, molesto a alguien que no entiende, que no quiere entender, que interpreta o que retuerce.

Y entonces, confusa y azorada a partes iguales, me paro a reflexionar hasta dónde puede llevarme esta deriva de juzgarme y condenarme mientras digo o escribo frases inocuas que, en tiempos no muy lejanos, habrían sacado una sonrisa hasta al más susceptible.

Y así pasa el siglo XXI, problemático y febril, sin que suceda una hecatombe que nos borre de este permanente estado de infantilismo en el que nos hemos instalado.

Y así vamos eligiendo, de entre todas las opciones posibles, estar perennemente ofendidos en lugar de preferir, qué se yo, estar absolutamente borrachos. Que es más divertido.

Miren que yo creo que el mejor tiempo siempre es el que está por venir. Pero no miento si digo que antes era tan feliz en mi ignorancia, que me permitía el lujo de escribir estupideces supinas y firmarlas sin temor del respetable, ni de mis directores, ni de la turba enojada, ni de la autoridad competente.

Escribí contra las barbaridades del desaparecido Lagerfeld, el káiser kantamañanas, que acaba de subir a los altares. Escribí sobre el monarca marroquí -su majesquí, lo llamaban- y su inveterada manía de encarcelar gays y disidentes. Escribí contra el poder abusador. Escribí contra el bolso que una diputada regional -allá por los 90- dejaba en su escaño cada vez que se ausentaba de una sesión parlamentaria, lo que sucedía muy frecuentemente. (El bolso no se atrevió nunca a votar, pero era una metáfora perfecta de lo que algunos piensan que es el servicio público).

Y escribí a favor -muy a favor- de Compay Segundo, su picardía y su encanto nonagenario. Y de un montón de gente que a veces lo merecía y otras no.

Por supuesto, erré mucho. Pero así era yo entonces: joven y despreocupada. Repartía mis adhesiones y mis desacuerdos según me daba el aire.

Y créanme que no me detuve jamás a pensar si aquellas letras, entre ingenuas y gamberras, iban a gustar lo bastante, o si iban a molestar o herir sensibilidades, o si me iban a impedir el paso o cerrar alguna puerta futura.

Cosa que, siendo sincera, en aquel momento me importaba bastante poco.

Hice lo que quise, lo que pude y lo que me dejaron. Y no recuerdo que el mundo se cayera, porque el mundo era y sigue siendo bastante más grande que cualquier conjuntito de líneas más o menos atinadas que una insignificante juntaletras perdida en medio del Atlántico pudiera colocar en una columna.

No sé bien en qué momento se jodió el Perú, que viene a querer decir que no recuerdo cuándo empecé a juzgarme mientras escribía y a perder espontaneidad y recortarme libertades.

Tal vez sucedió cuando empecé a escribir para otros. Quizá entregué ahí, sin sospecharlo, lo más valioso que tenía.

Lo que sé es que no soy más feliz ahora.

Porque, para qué engañarnos: todos queremos gustar y -dicen los que saben de esto- escribimos para que nos quieran.

Y, hoy, además, tenemos la obligación de ser los más ingeniosos, para que nadie nos expulse de ese olimpo de ocurrentes paridores de gracietas y chascarrillos que son las redes sociales.

Pero más vale que asumamos, cuanto antes, que los únicos fans que van a quedarnos con el tiempo, en este mundo cada vez más preso de los prejuicios, son nuestros padres. Si es que viven.

Desde el respeto lo digo y sin querer ofender a nadie.