Cada año, un miércoles entre el 4 de febrero y el 10 de marzo, las confesiones católica y anglicana nos recuerdan con liturgias similares la fragilidad y caducidad de la condición humana, la fugacidad de la vida misma, y nos advierten, antes en latín y ahora en los respectivos idiomas nacionales, de la verdad más antigua y temida: Pulvis eris et in pulvis reverteris.

Ese día con mayúscula marca el comienzo de la Cuaresma y las fechas de la Pasión y Muerte de Jesucristo; y al mismo nivel que el Viernes Santo, es de pleno ayuno y abstinencia. La imposición de la ceniza -obtenida de la quema de las palmas del Domingo de Ramos del año anterior- es una prueba penitencial referida en la Toráh y que la Iglesia de Roma agregó a su liturgia. Además fue la señal de duelo común a las grandes culturas -egipcios, judíos y árabes- de Oriente Medio.

La ceremonia se iniciaba con una procesión del oficiante y los acólitos, mientras se cantan las Letanías de los Santos; en el altar se leen pasajes del Antiguo Testamento y el Evangelio de Mateo, "que recuerda la penitencia, el ayuno y la oración que son agradables a Dios". Al término del rito, los fieles salían del templo con la frente marcada con la señal de la cruz para dar testimonio de su fe.

Bajo ese signo, el Miércoles de Ceniza dejó testimonios diversos y gloriosos en la literatura universal. T.S. Eliot (1888-1965) lo vertió en 1930 en su primer poema largo, un canto de converso que lucha por acercarse a Dios, después de abrazar el anglicanismo. "Y ruego a Dios que se apiade de nosotros / y le ruego que yo no pueda olvidarme / de aquellas cosas que conmigo mismo discuto demasiado".

Y si el poeta americano viaja por la memoria y la nostalgia como Dante Alighieri por los círculos infernales, García Márquez exprime su dramática y pedagógica simbología -nada es más triste ni mágico que la muerte- y la señal en las frentes cristianas para marcar uno de los más grandes y potentes episodios de Cien años de soledad; la ceniza descubrió y condenó a los bastardos del coronel Aureliano Buendía, obligado a enterrar a los hijos engendrados en amores de una noche entre revueltas sonoras y revoluciones perdidas en la ciénaga colombiana.