Cada vez que viajo solo y subo al avión, siempre me entra esa curiosidad innata por saber quién se sienta al lado mío y, para que el tiempo se me pase más rápido, me imagino una historia y la vida de esa persona. Me sirve de terapia. En algunas ocasiones entablamos alguna conversación intrascendente y otras veces no hablamos. Yo con mi pensamiento la hago protagonista de una historia solo mía.

En el último vuelo que tomé de Madrid a Tenerife se sentó al lado mío una señora de más de ochenta años y de nacionalidad alemana y le puse como nombre imaginativo "Frederika", porque siempre me ha parecido un nombre de mucha clase. Supe que era alemana porque leía Die Zeit (se trata de un semanario), y a mí se me antojó que le daba a Frederika un plus especial de clase.

La elegante y delgada señora viajaba con su mascota, un perro caniche maravilloso, trasladada en un trasportín marca "Gucci", y con una serie de accesorios para la comodidad de esta encantadora "bolita Blanca" y que Frederika estuvo todo el tiempo mimándo.

La historia que le pude imaginar y que dejó volar mi imaginación de manera surrealista fue que Frederika sufrió los avatares de la segunda guerra mundial en su pueblo natal, llamado Adorf, por la Sajonia. Un pueblo con mucha agua y muy verde, donde, antes de que llegara el ejército ruso y los nazis, la tranquilidad solo se rompía en las fiestas que anunciaban la primavera y los veranos sajones que son únicos en el mundo.

Su madre trabajaba en una industria textil en el mismo Adorf. Este pueblo, al ser cruce de caminos entre varias regiones de Alemania y hacer frontera con la republica Checa, gozaba de mucha prosperidad hasta que llegaron los rusos para echar a los nazis en esta guerra estúpida que le costó a Europa millones de muertos por el populismo y la demagogia.

El padre de Frederika, que tenía información privilegiada, envió a la joven de apenas 10 años a casa de unos parientes judíos, que se habían residenciado en La Valeta, capital de la isla de Malta, pensando el bueno de Güntel que en esta isla del mediterráneo estaría más segura sin saber que este pequeño país fue uno de los lugares más bombardeados durante esta horrorosa guerra.

En Senglea vivió Frederika toda clase de bombardeos y asedios. Aún ahora, que tiene ya 85 años, se despierta en las noches con pesadillas.

Cuando terminó la guerra, Frederika siguió en Malta a donde se trasladaron sus padres a ayudar a reconstruir la ciudad y a vivir. Ya se veía venir lo que posteriormente le sucedió a Berlín. Su madre montó un pequeño taller de costura, su padre comenzó a trabajar reparando barcos de pesca en el inmenso mar mediterráneo y Fedrerika logró terminar sus estudios en La Valeta y trabajar en una farmacia local hasta que un joven llamado Adael, descendiente de judíos y dueño de gran parte de los edificios que se estaban reconstruyendo con ayuda de la comunidad judía, sobre todo la que vive en Nueva York, le pidió matrimonio y se casaron.

Eran inmensamente felices hasta que Adael falleció en un accidente de tráfico cuando se dirigía desde la Valeta a Caspicua.

No tuvieron hijos e imaginé que la protagonista de mi historia necesitaba paz, tranquilidad, serenidad. Fue una amiga alemana quien la invitó a pasar una temporada a su casa en el Puerto de la Cruz, en la década de los sesenta. Frederika desde que aterrizó en Los Rodeos sintió que su vida cambiaría. Se daba largos paseos y observaba cómo llegaban los pescadores portuenses con esa algarabía, escuchaba a las mujeres cargando el pescado con alguna de las cuales compartió algún secreto, aprendió español y se quedó en esta ciudad casi para siempre. La alemana compró una casa solariega en el Puerto, con jardines y una inmensa vista al Atlántico, conoció a un francés, que también estaba en la misma situación, con quien convivió hasta el fallecimiento del galo y hoy vive entre el Puerto de la Cruz, Malta y algunas temporadas en la Sajonia.

Esta tinerfeña de adopción todavía se sigue preguntando cómo es posible que por los aires de grandeza y de hegemonía de Hitler haya tenido que sufrir tanto. Hoy Frederika colabora con una ONG que se dedica a recuperar propiedades que les fueron arrebatadas a los judíos antes de enviarlos a los campos de concentración y donde el trabajo de búsqueda de posibles familiares es una tarea ardua porque los judíos se expandieron por todo el mundo.

La historia brota de mi imaginación. Solo nos sonreímos al principio y al final del vuelo. La Segunda Guerra Mundial jamás tuvo que haber ocurrido. Siento auténtico pánico cuando veo en algún sitio la esvástica nazi. A partir de hoy, cuando vea ese símbolo negro y terrorífico recordaré a Frederika.

Les advierto de que cualquier parecido de mi historia con la realidad podría no ser pura coincidencia.

*Vicepresidente y consejero de Desarrollo Económico del Cabildo de Tenerife