Martín Chirino nos acogía en su casa, nos explicaba su obra, nos señalaba un punto indefinido en el horizonte, nos hacía discutir hasta con nosotros mismos, señalaba su sentido de la belleza del arte, y buscaba, en su memoria, palabras y frases que a él mismo le habían sorprendido en otro tiempo. Era, como decía Cees Noteboom de un personaje de su creación, era alguien feliz sorprendido por la duda.

Una vez lo vio entrar mi padre en la casa donde nací, con otros amigos, a almorzar los huevos fritos que hacía mi madre. Era, en medio de nosotros, la autoridad evidente, y eso lo vio en seguida mi padre, que estaba pasando por la enésima crisis económica ("de perras", decía él) de su vida. Cuando vio a Martín pasear por la casa, sentarse a la mesa, se fijó en su apostura y en su autoridad, pues no sólo era el mayor de todos nosotros (murió a los 94, yo tengo ahora 70; entonces yo tenía 22), y entonces me dijo al oído si "ese hombre me prestaría dinero". En aquel instante había una deuda que saldar, una letra que retirar, etcétera, y yo no pude decirle que yo no podía pedirle eso a Martín Chirino. Así que, impulsado por su desesperación, le trasladé al maestro, también al oído, el susurro de mi padre. Martín hizo lo imposible para que le enviaran las 50.000 pesetas que le estaba pidiendo, jamás las reclamó, y aunque las devolví a sus debidos tiempos, gracias a lo que me pagaba mensualmente este periódico, por cierto, jamás hizo señal alguna de urgencia.

Ese fue un rasgo concreto de su generosidad solidaria. Pero, en lo más alto de su personalidad de ser humano, Martín Chirino hizo de ese valor, el deseo de ayudar al otro, un importante compromiso de su vida. En Tenerife se rodeó de jóvenes a los que inculcó la belleza como horizonte de la vida. Del oficio de escultor hizo una metáfora de esa búsqueda de la felicidad de la línea y de la espiral; de su regreso a los materiales de la tierra, la arena, el hierro, el viento, hizo teoría y práctica. Del trabajo como asunto hizo una leyenda, que ahora se ha prolongado hasta el infinito cuando sus compañeros de forja (el principal, el gran Rafael Monagas) han contado que a esa edad que cumplió el 1 de marzo, poco antes de morir, seguía cumpliendo el deber de esculpir para dejar memoria de sus manos, de su mirada, de sus manos suaves y poderosas.

Fue un gran hombre, de la estirpe de los canarios ilustres que, en el siglo XX, hicieron de la herencia cultural e histórica de nuestra situación de islas en el mundo un mapa de sus hallazgos o ilusiones.

Ha sido un tiempo de poetas, de pintores, de escultores; diversas generaciones, entre los que se quedaron y los que viajaron en busca de horizontes varios, la nómina es inmensa, y llenaría varios tomos de encendida pluma. Una vez le dije al expresidente Paulino Rivero en Madrid que con esa nómina podría hacerse una exposición que llenaría de orgullo a los que buscan motivos para explicar qué es Canarias en la historia.

Martín Chirino le dio a Tenerife, a las Islas, a Gran Canaria, que fue el centro de sus primeras averiguaciones en la arena, y a quienes lo seguimos en sus conversaciones geniales y en sus búsquedas, los que le fuimos a ver a San Sebastián de los Reyes o a Morata de Tajuña, los que lo vimos luchar para rehacer el Círculo de Bellas Artes de Madrid o para hacer el CAAM de Las Palmas de Gran Canaria, materia para sentir orgullo de un personaje que dio de sí aire y martillo para convertir su nombre y su obra en una metáfora acabada de lo que es el horizonte real o soñado de las Islas.

Fue un amigo memorable, aquel favor que me hizo fue el menor de los favores que hizo. Siempre estuvo dispuesto para calmar la ansiedad de los que queríamos llegar antes, y su palabra fue sosegada y tranquila, un susurro en medio del griterío con que suele recibirnos el porvenir.