Es tiempo de elecciones y debería ser también tiempo de volver a soñar con las ciudades que queremos, con la isla que queremos. No compitiendo a ver quién tiene la idea más potente electoralmente, o al menos no solo, sino volviendo a repensar todos los espacios que nos rodean. Porque eso, en parte, es la política. Y esos sueños, si son definidos, y reflexionados conjuntamente con todos los mejor preparados de cada sociedad son los que pueden hacer que una ciudad evolucione o no.

Incluso antes de Platón, la cultura griega clásica había inventado este sueño de la ciudad perfecta, y este tema, el de la ciudad ideal se reproduce en la tradición literaria, filosófica y urbanística de buena parte de nuestra historia cultural. Se trata del sueño de una organización espacial perfecta como correlato de una sociedad que pueda ser feliz. Una ilusión que se ha desplazado de forma ambivalente, entre lo imaginario y lo real, desde los orígenes mismos de nuestra civilización hasta hoy, ¿o es que ya no soñamos con vivir en la ciudad ideal?

Luego Tomas Moro soñó con la isla Utopía, un lugar tan maravilloso que se convirtió en algo infinitamente deseable y de ese filósofo y ese libro viene el sentido que tiene hoy la palabra utopía. La utopía, desde esta perspectiva, se presenta como un lugar por descubrir, una posibilidad o meta que conquistar. ¿Qué queremos conquistar? Ahora, en Santa Cruz se nos presenta una oportunidad de oro, una nueva oportunidad, la zona que la Refinería ya está abandonando. Es una zona perfecta, que da al mar, que permite la ampliación de la ciudad hacia el sur, que tiene unas enormes posibilidades, pero también puede ser aquello que: «hemos dejado de ser», el pasado perdido, la opción históricamente desperdiciada.

Y creo que es el momento de no desperdiciar otro momento histórico, como nos ocurrió con Cabo Llanos, donde todos, los ciudadanos y los políticos, no creamos, para nada, la ciudad ideal, sino una zona mediocre donde copiamos otros "status quo" igual de mediocres en arquitectura y urbanismo.

En lugar de copiar deberíamos ser totalmente rompedores, y luego exigentes con la calidad.

La Ciudad del Sol de Tomaso Campanella, probablemente el último filósofo renacentista, representa otro ejemplo de la construcción de la ciudad utópica, que conecta la organización espacial con la felicidad social, y es que es cierto, no se puede ser feliz en un sitio feo. Está claro que una ciudad no es solo su arquitectura, sino que es también su seguridad, educación, salud, calendario cultural, servicios públicos, ocio, vivienda y libertad personal pero también belleza e historia.

Hoy las ciudades necesitan nuevas narrativas que llenen un vacío, sobre todo cultural. Es necesario superar elementos estilísticos internacionalizados y estandarizados, elaborados con las metodologías tradicionales de planeamiento porque estas ya no coinciden con los ritmos y las aplicaciones variadas que la ciudad vive hoy, ya no coinciden con las vidas que vivimos actualmente.

En un mundo cada vez más complejo y globalizado, lleno de intercambios de culturas e historias cada vez más diversificadas, el urbanismo ya no puede ser el tradicional, sino un urbanismo flexible y humano. Personalizado casi me atrevería a decir.

Quizás, necesitamos nuevas narrativas, capaces de dar diferentes interpretaciones, sobre todo capaces de ir más allá de las categorías estéticas; comenzar a pensar en cómo integrar estructuralmente la dimensión espacial con la temporal, superando la categoría de proyecto y pasando a pensar en la ciudad como proceso, con un lugar donde habita la historia que ha vivido con los sueños de los años que están por venir, una ciudad donde se respeten todas las sensibilidades, y donde sea posible la felicidad. En definitiva, una ciudad para vivir. Espero que los programas electorales de hoy innoven, y que si copian al menos que copien a los mejores.