Pocas han sido las figuras de la época dorada de Hollywood que hayan podido alardear de un currículo tan lustroso, coherente e impactante como el autor de ese imborrable himno a la alegría de vivir que es, en definitiva, Cantando bajo la lluvia (Singing in the Rain, 1952). Y nadie exploró con tanta verdad y tanto rigor la descomposición de una pareja como el autor de Dos en la carretera (Two for the Road, 1967), una comedia tan nihilista, desesperanzada y amarga sobre el desamor como la inolvidable Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1954), de Roberto Rossellini, su más cercano referente. Pero también firmóCharada (Charade, 1963) y Arabesco (Arabesque, 1966), dos auténticas filigranas visuales que podrían haber sido rubricadas por el mismísimo Alfred Hitchcock de haber caído en sus manos ambos proyectos.

Pues bien, aunque llevaba más de veinte años alejado de los platós cinematográficos y de los escenarios la figura del cineasta, guionista, bailarín y coreógrafo Stanley Donen (Columbia, Carolina del Sur, 1924/Nueva York, 2019), fallecido recientemente a los 94 años, seguirá planeando sobre la historia del cine como el paradigma por antonomasia del director heterodoxo y multifacético, capaz de operar con la misma solvencia desde las trincheras más dispares. Desde la comedia musical al thriller,pasando por el drama y la comedia romántica pocos géneros se resistieron al ímpetu de su talento. ¡Qué lástima, exclamaba hace unos días un viejo coetáneo durante un encuentro casual, que nuestro hombre no hubiese tocado las teclas del western porque nos habría regalado una de las piezas más divertidas del género!

Solo en el terreno de la ciencia ficción, con Saturno 3 (Saturn III, 1980), un filme extraviado en sus propios enredos argumentales, sus acreditadas facultades artísticas no estuvieron a la altura esperada. Tal vez por no disponer de un guion solvente o, sencillamente, por desconocimiento de los mecanismos de un género dotado de reglas propias, la película se convirtió en el blanco de todas las críticas, especialmente las que provenían de la prensa estadounidense. Su siguiente trabajo, Lío en Río (Blame in to Rio, 1984), una comedia irregular inspirada en el filme francés Un moment d´egarement (1977), de Claude Berri, con la que clausuraría su carrera artística, tampoco le proporcionaría la menor gloria pese a volver al terreno que más notoriedad y alabanzas le proporcionó a lo largo de su prolífica carrera.

Fue, a su manera, es decir, sin apartarse demasiado de los márgenes que permite la gran industria a quienes no intentan acabar del todo con la rigidez de sus patrones narrativos, un profesional que rompió con algunos de los clichés más estereotipados del cine de Hollywood y, sobre todo, que aportó su inconfundible sello personal a una filmografía impulsada, por un soplo constante de vitalidad y de optimismo de cuyo contagio no logra escapar ni el más circunspecto de los espectadores. Un cine, en resumidas cuentas, que busca la complicidad inmediata del espectador a través de un lenguaje ágil, transparente, preciso, sencillo y directo con el que trasmite ese aire entre dinámico y eufórico que impregna casi todos sus trabajos. Y no solo los adscritos al ámbito del musical.

De ahí por tanto su poderoso influjo en el campo de las artes visuales del siglo XX y la trascendencia que han tenido muchas de sus películas en la formación del imaginario popular desde 1949, año de su debut como director con Un día en Nueva York (On the Town), una comedia musical vibrante e innovadora, con un reparto encabezado por Gene Kelly, Frank Sinatra y Betty Garret que, además de contribuir a la exaltación de una de las ciudades más fotogénicas del planeta, abrió una nueva senda estética para el desarrollo posterior de un género demasiado apegado, hasta entonces, a los escenarios de cartón piedra heredados de su fuerte ascendentes teatral.

Su enérgico sentido de la puesta en escena y su extraordinario dominio del ritmo lo capacitaron muy pronto para erigirse en el maestro supremo del music hall bajo el confortable paraguas de la Metro Goldwyn Mayer y con la invaluable cooperación de Fred Astaire, Gene Kelly y del productor Arthur Freed, otros tres puntales en la creación y posterior desarrollo del musical como género cinematográfico, al tiempo que contribuían a fraguar uno de los capítulos más ilustres de la historia moderna del cine.

En la iconosfera del cine contemporáneo se alojan millones de imágenes que, de una u otra manera, han contribuido a modelar una nueva mirada, una nueva manera de observar el universo emocional que nos rodea. Es más que obvio que la visión de nuestro entorno social, familiar, psicológico y político no sería la misma sin la influencia que han ejercido infinidad de películas, como las de Donen, provistas, en su mayoría, de una capacidad inagotable de seducción.

La relación, en cualquier caso, se haría interminable toda vez que el cúmulo de títulos que se agrupan en el imaginario de cualquier espectador, sea o no consciente de la influencia que estos han ejercido -y ejercen- en su particular concepción del mundo, no tiene, como señala la famosa copla de García Segura, ni fin ni principio. Están ahí, en nuestra memoria colectiva, como experiencias heredadas consciente o inconscientemente durante incontables horas frente a una pantalla y que han marcado, en no pocos casos, el camino hacia el cambio de ciertas normas de conducta inducidas por la influencia indubitable que ejerce la ficción cinematográfica sobre nuestro subconsciente.

Sea como fuere, en ese catálogo interminable de películas al que nos referimos gran parte de la producción del autor de El pequeño príncipe (The Little Prince, 1974) ocupa, sin duda, un espacio decisivo en el campo de la mitología cinematográfica. Además de Un día en Nueva York, musicales como Cantando bajo lluvia,Siempre hace buen tiempo (It´s Always Fair Weather, 1955), Bodas reales (Royal Wedding, 1950), Tres chicas con suerte (Give a Girl a Break, 1953), Siete novias para siete hermanos (Seven Brides for Seven Brothers, 1954) o Una cara con Ángel (Angel Face, 1956), junto a elegantes comedias de enredo como Indiscreta (Indiscreet, 1958) o Página en blanco (The Grass is Green, 1960); comedias dramáticas como Dos en la carretera o La escalera (Staircase, 1969); comedias policíacas como Charada (Charade, 1963) o Arabesco (Arabesque, 1966) se han convertido en espejos de la memoria emocional de muchas generaciones.

En diferente medida, todos estos títulos han servido de soporte a muchas de nuestras vivencias como espectadores de cine y se asientan en nuestra memoria como elementos de un paisaje interior que, de una u otra forma, ha contribuido a cimentar un complejo universo de sensaciones heredadas de un pasado que siempre se conjugará en presente: el que nos ha legado este viejo e incombustible creador de ensoñaciones que, para desgracia de su legión de admiradores, no pudo o no quiso, prolongar su carrera cuando aún no había atravesado la frontera de los sesenta años.

¿Qué imágenes ilustrarían mejor nuestra pasión por la vida que las que ofrece el gran Gene Kelly en la memorable secuencia de la lluvia en Singing in the Rain? ¿Qué momentos podrían definir mejor la alegría de vivir que cualquiera de los números musicales que recogen películas como Siete novias para siete hermanos o Una cara con ángel, esta última inspirada en la biografía del fotógrafo Richard Avedon? ¿Quién no se ha estremecido alguna vez ante ese majestuoso despliegue de sabiduría narrativa que adorna cada secuencia de Charada o de Arabesco? ¿Quién, en el año 1969, hubiera tenido la osadía de mostrar la cuestión homosexual con la libertad de conciencia con la que él lo hizo en La escalera, junto a Richard Burton y Rex Harrison? Son muchos los interrogantes que nos formulamos tras el óbito de este creador sin paliativos al que Hollywood distinguió en 1968 con el Óscar honorífico. Todo un gigante sobre el que habría que volver algún día con el homenaje al que, sin duda, se hizo acreedor en vida.